Los verdaderos artistas son aquellos capaces de anticiparse a su tiempo. No es que adivinen, tampoco que deduzcan. Más bien, parecen estar equipados para percibir lo que va a suceder, como cuando los perros detectan los terremotos tal vez gracias al hecho de poseer cuatro patas que operan como sendas antenas, aptas para captar las débiles vibraciones iniciales del cataclismo. Los artistas son “jinetes que cabalgan a horcajadas del tiempo” y quizás por eso están en condiciones de percibir hasta las más mínimas mutaciones que experimenta su peculiar cabalgadura. Los principales creadores del cine expresionista alemán (Wiene, Murnau, Lang) dieron forma a un mundo siniestro acosado por la locura y el asesinato, que prefiguraba el advenimiento del nazismo. Uno de los precursores de ese movimiento artístico, el noruego Edward Munch, pintó su famoso cuadro El grito en 1893, obra que se ha convertido en una especie de emblema gráfico de la angustia existencial que atravesó todo el siglo XX.

En suma, son suertes de vigías que otean la “terra incognita” del mañana. Si bien los escasos ejemplos mencionados, aunque significativos, no alcanzan para validar la afirmación inicial podrían abrir la puerta a una interesante investigación, considerando la aguda sensación de incertidumbre que hoy se extiende por el planeta y la acuciante necesidad de predecir aquello que sucederá. Si los cientistas sociales (¡y ni hablar de los economistas!) se han mostrado incapaces de asumir esta urgente tarea entonces habría que asignarle a los artistas la noble misión de “pro-meteos”, los que ven antes, mientras dejamos que los insignes académicos se limiten a desempeñar el papel del hermano tonto del titán griego, Epimeteo, el que ve después (¡eso si es que hubiese un después!).

La obra de Ionesco que da el título a este artículo se estrenó en París el 14 de diciembre de 1962. Si el Ubú Rey de Jarry (1896) era una sátira delirante acerca de los excesos del poder que después caracterizaría a todas las dictaduras modernas, el rey Berenguer I representa a un poder ya desfalleciente junto con el cual también se va esfumando el orden social que dicha forma de autoridad encarnaba. El pobre monarca intenta mandar pero la realidad ya no acata sus designios porque él está muriendo y su reino también se disuelve en la nada. Cuesta bien poco asociar esta fábula al inexorable proceso de deterioro que sufren, 50 años después, los estados nacionales en el marco de la globalización.

Poderoso caballero es Don Dinero

Cada vez que explota un escándalo de corrupción, tráfico de influencias (también llamado eufemísticamente “lobby”) y blanqueo de capitales en algún país, eventos que hoy se producen con creciente frecuencia, tiende a confirmarse la tesis que el Nuevo Humanismo formuló hace ya más de 20 años: quien manda en el mundo no es el poder político radicado en los estados nacionales sino el dinero, bajo la forma de capital financiero internacional. Por cierto, se trata de un poder fáctico es decir ilegítimo pero igual se las ha arreglado para generar las condiciones globales que le permitan decidir por encima –o, más bien, a través- de los gobiernos locales elegidos democráticamente.

Sin embargo, esta relación espuria entre dinero y poder tampoco es algo demasiado nuevo. Ya que hablamos de pre-visiones, existe una larguísima tradición que se remonta a los poetas goliardos medievales donde se denuncia al dinero como el gran corruptor, como el verdadero poder detrás de todos los tronos, tanto los espirituales como los temporales. El Codex Buranus, un manuscrito del siglo XIII (inspirador de la popularísima cantata Carmina Burana de Carl Orff) dice en uno de sus folios: “En la tierra rey supremo es hoy día el dinero / Al dinero admiran los reyes y de él esclavos se vuelven…/ El dinero hace la guerra y no le faltará paz, si le place…/ A todos es claro que el dinero reina en todos lados”. No mucho tiempo después, en el siglo siguiente, el Arcipreste de Hita en su Libro del Buen Amor advertía: “En resumen lo digo, entiéndelo mejor: el dinero es del mundo el gran agitador, hace señor al siervo y siervo hace al señor; toda cosa del siglo se hace por su amor”[1].

No deja de ser sorprendente que hace alrededor de 800 años atrás ya se considerase al dinero como una especie de panacea universal. Si en esa época remota mostraba tamaña potencia seductora, imaginemos hoy cuando ese capital se ha multiplicado exponencialmente, sobre todo durante los últimos 200 años y puede circular a su antojo a través del planeta gracias a la tecnología. ¡Cómo es posible que el mundo haya cambiado tanto y sin embargo las motivaciones más profundas continúen siendo las mismas! Sin duda que éste es el mayor logro del neoliberalismo: validar ese sustrato animal aún vivo en cada uno de nosotros, que busca siempre optimizar los beneficios. De ahí a mercantilizar la totalidad de la vida no hay más que un pequeño paso. Como se sabe, quien formuló esta suerte de “ley universal” fue el economista inglés del siglo XVIII Jeremy Bentham: al reducir las motivaciones y el comportamiento humano a la búsqueda de la máxima utilidad se puso la primera piedra del mercado global tal cual lo conocemos, al mismo tiempo que desaparecían todas las otras dimensiones más propiamente humanas.

Pero hoy ya sabemos cómo funciona ese mercado: aumenta la riqueza de los más ricos, que son siempre una ínfima minoría (el 0,1 % de la población) y mantiene las expectativas del resto a fuerza de escuálidos beneficios. Eso en condiciones de bonanza porque cuando se producen crisis, quienes las sufren realmente son esas inmensas mayorías. Todos los estudios lo demuestran, incluido el tan mentado trabajo de Piketty, aunque quien sabe porqué después del enorme revuelo mundial que provocó haya terminado moderando su discurso y apuntando hacia otro lado[2].

El Estado resistió durante más de 30 años tratando de darle racionalidad y algo de justicia a este proceso desaforado, pero hoy día el dique se ha roto. La tesis neoliberal del “Estado subsidiario” ha reducido su capacidad operativa a la mínima expresión. El mejor “ejemplo” de ese deterioro de la gestión pública es Chile porque la instalación del nuevo paradigma se efectuó en dictadura con una radicalidad extrema. Pero además, éste es un país de catástrofes al que Ortega, con su agudeza característica, comparó con Sísifo en su discurso ante el parlamento chileno el año 1928: «Así sentiría yo, si fuese chileno, la desventura que en estos días renueva trágicamente una de las facciones más dolorosas de vuestro destino. Porque tiene este Chile florido algo de Sísifo, ya que como él, vive junto a una alta serranía y, como él, parece condenado a que se le venga abajo cien veces lo que con su esfuerzo cien veces creó». Terremotos, maremotos, erupciones volcánicas, sequías, incendios y ahora una inundación monstruosa en el norte del país que renueva la tragedia. Lo curioso es que en estas dolorosas circunstancias siempre es el Estado quien debe responder y se le exigen recursos y capacidad operativa con los que no cuenta, porque se los arrebató el “modelo de mercado”. El hecho de que aquella sea la zona que produce una enorme riqueza gracias a la minería del cobre pero que hoy está en manos casi íntegramente de las grandes mineras trasnacionales, no hace más que evidenciar el grotesco contrasentido. Que cada cual juzgue esta repugnante hipocresía.

Los ricos se rehúsan a pagar impuestos con la justificación de que el Estado es ineficiente y corrupto, así es que prefieren trasladar sus capitales a los paraísos fiscales donde pueden obtener una mayor rentabilidad, siguiendo al pie de la letra las tesis del utilitarismo benthamiano[3]. Por cierto, también colabora a reforzar esta pésima imagen del Estado la tradicional venalidad de los funcionarios públicos que hoy ha alcanzado dimensiones siderales, como la del escándalo Petrobras en Brasil que ha puesto a la recién electa presidenta Dilma Rousseff contra la pared. La crisis de credibilidad en las instituciones públicas ya es global y amenaza seriamente las bases de la democracia representativa, pero todo parece indicar que se trata de un proceso a estas alturas irreversible[4].

¿Qué viene ahora?

Lo cierto es que a la luz de los hechos no tiene mucho sentido hablar de incertidumbre, si aquello que se quiere predecir es el curso mecánico que tomarán los acontecimientos. Cuando las instituciones democráticas se derrumban y las fuerzas del mercado avanzan ya sin freno alguno, como las riadas y aluviones que destruyeron ciudades enteras en el norte de Chile, hay un solo escenario que puede anticiparse: el caos mundial. Tal vez lo único realmente incierto consista en saber si el ser humano estará en condiciones de dar una respuesta nueva antes del colapso.

Seguramente el Gran Capital tratará de controlar ese desorden creciente, no por motivaciones altruistas sino básicamente porque no le conviene, pero será incapaz de hacerlo. En un sistema cerrado como lo es la globalización tiende a manifestarse una paradoja: a mayor orden se acelerará el desorden. Esto sucede así porque los instrumentos sociales (léase instituciones y procedimientos) con los cuales se intentará restaurar el statu quo han quedado obsoletos, la aceleración del “tempo” histórico los ha tornado inservibles. Tal vez podían funcionar para una realidad social anterior pero no para la actual y menos para la futura, porque la aceleración de los cambios seguirá aumentando. Es como cuando un traje ya nos queda estrecho: aunque se refuercen las costuras que han fallado inevitablemente se romperá por otro lado, de modo que la única opción viable es cambiar de traje. Pero esta no es la lógica utilizada por el Gran Capital, que en su ciega desesperación puede llegar a recurrir a la máxima reserva de fuerza para disciplinar a las sociedades: los ejércitos. Y cuando se alcanza ese punto, tal como lo indican todas las experiencias históricas anteriores, ya es muy difícil corregir el rumbo porque el sistema colapsa hasta desintegrarse, en medio de sangrientas asonadas y guerras civiles.

Sin embargo, tenemos la firme convicción de que ese momento nunca llegará porque tanto en las élites como en los pueblos (sobre todo en ellos) primará la sensatez para… avenirse a cambiar de traje, restableciendo el contrato social en base a nuevas premisas que pongan al ser humano como centro. En esta encrucijada histórica, el humanismo tiene mucho que decir y hacer -ahora más que nunca- para esclarecer a las sociedades acerca de la urgente necesidad de abordar esos cambios.

 ¡El Rey ha muerto, viva el Caos, porque hace posible el nacimiento de un orden nuevo![5]

[1] El cantautor español Paco Ibáñez, trovador contemporáneo de espíritu goliardo (como sus maestros franceses George Brassens y Leo Ferré), musicalizó este poema así como también los versos satíricos “Poderoso caballero es Don Dinero” de Francisco de Quevedo. Se los puede encontrar en Youtube.

[2] Recomendamos el libro “La economía desenmascarada” de Manfred Max-Neef y Philip B. Smith. Editorial Icaria-Antrazyt, Barcelona 2014.

[3] Véase la “lista Falciani” con los nombres de 130.000 evasores fiscales gracias a la “eficiente gestión” del HSBC, nada menos que el banco más grande del mundo.

[4] El artículo “La paulatina desaparición del Estado-nación y su incertidumbre en el mundo actual” de Francesco Penaglia, que aparece en el diario digital www.eldesconcierto.cl es una excelente síntesis de este proceso.

[5] El científico belga Illya Prigogine, premio Nobel de Química 1977, llamó “estructuras disipativas” a esas formas de orden más complejas, que surgen en la Naturaleza como respuestas no lineales al aumento de la entropía. Estudiar a Prigogine es hoy un imperativo histórico y social.