El domingo tenía un cometido periodístico. En mi bolsito de marchas, llevaba el grabador, el cuaderno y la cámara, ¿pero saben qué? Fui masa, me dejé arrastrar por la corriente y preferí compartir mi tiempo con amigos y acompañar a una amiga de Mozambique que quería saber cómo eran los actos políticos en Argentina.

Y decidí ser masa porque buscar la imagen, el comentario, el resumen de una congregación de tantos miles de personas insume mucha energía y, sobre todo, mucha atención. Y quería sintonizar con esos compañeros de sueños, con esos acompañantes de viaje transformador, con estos cómplices de la reconstrucción de la patria.

Nos bajamos del 7 que nos acercó a Congreso y descubrimos que quedó casi vacío en su continuación hacia Retiro, casi todos íbamos a esa plaza del pueblo. Las vallas nos impedirían ir al punto de encuentro acordado, así que hicimos un enorme rodeo y entramos a la plaza del Congreso por la calle Solís mientras estaban anunciando que arrancaba la cadena nacional. El himno lo cantamos rodeados de banderas de todos los colores y apretaditos entre muchachos con los torsos desnudos y con la piel de gallina que gritaban el himno con apenas voz, de conmovidos que estaban. Sus hijos, en los hombros, completaban el grito sagrado: ¡Libertad, libertad, libertad!

Este símbolo que fue despreciado durante mi adolescencia, desde hace algunos años se ha convertido en antídoto ante la desunión, en amalgama frente a la disidencia. Como los cánticos de reconocimiento a un proyecto y las proclamas de defensa de este modelo político.

Decidí ser masa porque quería absorber como una esponja esa energía que circulaba entre la gente, ese orgullo militante y ese sentimiento de pertenencia. Ese descubrir la insondable belleza de un pueblo despierto, consciente, dispuesto para el trabajo, el debate y la construcción. Una belleza que destilaba de los ojos emocionados, de los puños apretados, de los pechos inflamados, de los aplausos incontenibles, las miradas cómplices y las declaraciones de amor a nuestra Presidenta.

Decidí ser masa porque la labor de periodista te expone a todo el estiércol que circula por los grandes medios: el odio de los opinadores, las operaciones de prensa, las falsedades, las cifras fraguadas, el oportunismo opositorio y demás entelequias del absurdo. Y una manera de limpiarse de tanto bodrio y zafiedad es acompasar el amador con muchos miles más y latir al unísono en una esperanza y un deseo profundo de una Argentina mejor.

La mirada extranjera

Mi amiga africana estaba exultante de ver tanta juventud motivada con la política, de ver también tantas agrupaciones distintas capaces de confluir en un mismo espacio y me comentaba lo clara que era Cristina Fernández en su exposición. “Nunca escuché un político ser tan didáctico, tan preciso en sus discursos” me decía antes de quedarse con los ojos desorbitados cuando se enteró que los estudiantes universitarios de ingeniería se habían convertido en la primera elección. “Es increíble ese dato” me decía, con la boca muy grande, la ingeniera en telecomunicaciones de origen mozambiqueño.

Nos preguntaba cosas, detalles, había infinitas alusiones a cosas que ella desconocía de la política local, pero se mostró encandilada con la claridad para explicar las fuerzas geopolíticas que tejen y destejen en la realidad argentina. En mi fuero íntimo sentía la gratitud de que se confirmaran las interpretaciones propias de estas disputas nacionales e internacionales.

El Congreso fue escenario del espectáculo más hermoso que se puede imaginar, el del compromiso popular, el de la fortaleza en las convicciones de concebir un futuro mejor para los excluidos, para los que no han podido salir de sus tragedias, para los que viven ensimismados en sus mezquindades, para los que necesitan la consolidación de sus derechos. Ese futuro estaba presente en la plaza, en las calles y se contagiaba por las pizzerías de la Avenida Corrientes y viajaba en los colectivos, los de línea y los privados, el subte y las caminatas de todos estos protagonistas de la historia, decididos a cambiar la época y no que la época los cambie a ellos.