Birmania se prepara para celebrar este otoño las elecciones con las que se debería consagrar el proceso de transición democrática emprendido en 2003. Sin embargo, a menos de un año para la votación, la reforma constitucional sigue en el aire, al tiempo que la guerra civil con los grupos étnicos armados se recrudece. El camino a la democracia se escribe antes de las urnas.

Por Pablo López Orosa para EsGlobal

La receta para la construcción de una nueva Unión Birmana acorde con los principios fundacionales de la conferencia de Panglong pasa ineludiblemente por un acuerdo entre todos los actores implicados, militares, partidos opositores y grupos étnicos, para definir un nuevo marco constitucional, refrendado por los ciudadanos antes de cualquier votación. Sólo así el proceso democrático tendrá legitimidad social. Lo contrario sería un paso atrás histórico. “Birmania puede ser un modelo a seguir para el resto del mundo, una historia de éxito… o simplemente otro fracaso más”, augura el ex oficial de las fuerzas especiales de Estados Unidos y activista democrático Tim Heinemann.

La reforma constitucional y la votación de los rohingya

“Tener elecciones no es suficiente para tener un sistema democrático. Necesitamos igualdad”. Las palabras de Aung Myo, líder del partido opositor Democratic Party for a New Society (DPNS), resumen el momento actual de la democracia birmana. La experiencia electoral de 2010, prevista como parte del programa de transición, supuso apenas un lavado de cara de la Junta Militar ante la comunidad internacional. El ex general Thein Sein, quien había ejercido como primer ministro desde 2007, se convirtió en el nuevo presidente del país. Todos los puestos claves del Ejecutivo, entre ellos las dos vicepresidencias o los ministerios de Defensa, Interior y Asuntos Fronterizos, están vinculados al Tatmadaw.“Los militares siguen controlado el sistema”, remarca Hor Hseng, portavoz de la Shan Human Rights Foundation.

La Constitución aprobada en 2008 reserva a los militares un cuarto de los escaños de todas las cámaras legislativas -Parlamento, Senado y las 17 asambleas autonómicas y regionales-, al tiempo que confiere a las Fuerzas Armadas el derecho a declarar el “estado de emergencia”. “Con la aprobación del Presidente, el Ejército puede asumir el poder soberano y el control absoluto de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Así es cómo el Tatmadaw engrana el proceso de militarización en el nombre de la democratización”, explica el doctor Lian H. Sakhong, ganador del premio Martin Luther King en 2007, en su libro Ending Ethnic Armed Conflict in Burma.

A diferencia de lo ocurrido en 2010, cuando el partido de los militares, el USDP, obtuvo el 75% de los votos en unos comicios a los que no fueron invitados observadores internacionales ni periodistas, las elecciones de este año se presentan como la gran oportunidad para transformar el país. Para ello es imprescindible una reforma constitucional que elimine las prerrogativas de los militares y derogue la norma que impide a la principal líder opositora, Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz e hija del héroe de la independencia, ser presidenta por haber estado casada con un ciudadano británico y tener dos hijos de esta nacionalidad.

“Ella no es sólo la líder de un partido político, es también la líder de nuestro movimiento democrático”, asegura Aung Myo, quien a pesar de respaldar el papel de Suu Kyi prefiere concurrir a las urnas bajo sus propias siglas políticas. En los últimos meses la imagen de La Dama, como es conocida Suu Kyi en Birmania, se ha ido deteriorando por su silencio sobre la masacre de los rohingya al oeste del país. Esta minoría musulmana, una de las más perseguidas del mundo según la ONU, ha sido excluida de la votación sobre las enmiendas a la Constitución anunciada este mismo mes por el presidente Thein Sein y que debería celebrarse en mayo. Los rohingya, muchos de los cuales viven desde la oleada de violencia religiosa de 2012 en campos de refugiados del estado de Rakhine en condiciones similares a las del apartheid, deberán devolver las tarjetas blancas otorgadas por la Junta Militar para su participación en las votaciones de 2010. Esta decisión fue anunciada después de que centenares de monjes budistas tomasen las calles de Rangún para exigir el veto a la participación de esta minoría en la cita de 2015. Los principales partidos opositores, incluida la Liga para la Democracia (LND) de Suu Kyi, han eludido hasta ahora alzar la voz contra una campaña que algunas organizaciones internacionales califican de limpieza étnica. El compromiso de La Dama con los derechos humanos se mide en los campos de Sittwe.

Un proceso de paz infructuoso

Desde su nombramiento como presidente, Thein Sein, ha tratado de impulsar un proceso de paz que ponga fin a la guerra civil más larga de la historia. Hasta la fecha, 14 de los 16 grupos étnicos armados más importantes del país han suscrito un armisticio, lo que no ha impedido que los enfrentamientos se hayan recrudecido en los últimos meses hasta la proclamación este mes de febrero del estado de excepción y la ley marcial en la región Kokang, en el noroeste del estado Shan. En algo más de una semana de combates entre el Ejército y la guerrilla de la Alianza Democrática Nacional de Birmania (MNDAA), 47 soldados y al menos 13 insurgentes han perdido la vida, al tiempo que más de 30.000 personas han tenido que refugiarse. “El país está cada vez peor, lo que lleva a la gente a huir a otros países”, reconoce el portavoz de la Shan Human Rights Foundation. La violencia se concentra hoy en el territorio kachin, donde hay ya más de 100.000 desplazados, y en complejo entramado étnico del estado Shan donde las minorías palaung, kokang, Pa-O y el propio Shan Army mantienen una guerra de guerrillas.

El enfrentamiento del Tatmadaw con los grupos étnicos alude al proceso de myanmarización del país impuesto por la Junta Militar desde los 60: una religión, un idioma y una etnia. Esta política de asimilación ha chocado con el deseo de autogobierno de los pueblos firmantes del acuerdo de Panglong, que dio lugar a la constitución en 1947 de la Unión de Birmania bajo los principios de asociación voluntaria e igualdad política. A lo largo de más de medio siglo, el Ejército ha aplastado cualquier movimiento secesionista sirviéndose de su superioridad bélica y de una política económica muy efectiva: “dinero, favores, armas, chantajes, amenazas o asesinatos”, todo forma parte de una estrategia para “manipular” a los líderes étnicos, señala Heinemann.

Así muchos de los movimientos insurgentes han sido manejados por el Gobierno birmano e incluso encauzados a una lucha fratricida entre los grupos étnicos. La contienda entre la minoría wa, con uno de las milicias más poderosas del país, integrada por unos 30.000 efectivos, y el Shan Army ha sido el ejemplo más visible. La división interna ha sido históricamente el arma más poderosa del Tatmadaw y sigue siendo su herramienta más útil para garantizar su hegemonía en la nueva Birmania pseudo-democrática. “Birmania es un país complejo en el que diferentes realidades coexisten. Cada uno de los grupos étnicos armados tiene sus propias estructuras, capacidades y reclamaciones, lo que hace el proceso de paz más complejo”, afirma Nerea Bilbatua, del Centre for Peace and Conflict Studies.

En los últimos meses, el Gobierno ha intensificado las conversaciones con los grupos armados para firmar un alto al fuego definitivo en todo el país, al tiempo que ha incrementando la presión militar sobre las posiciones insurgentes. Un doble juego con el que los militares pretenden “asegurar su legitimidad a ojos de la comunidad internacional para después amañar discretamente las elecciones”, afirma Heinemann. “Así tendrán todos los poderes para consumar la marginación y dominio de los grupos étnicos”, añade.

Por su parte, las minorías, agrupadas en el United Nationalities Federal Council (UNFC), exigen un acuerdo para la creación de una unión federal antes de firmar el alto al fuego. Enmarañado en el juego político, el acuerdo de paz para imposible, al menos antes de las elecciones. “La democracia, de la que las elecciones son una parte, y la paz están conectadas, pero al mismo tiempo son procesos diferentes. No podemos medir el éxito y el progreso del proceso de paz de acuerdo a calendarios electorales, cuyos periodos son en esencia diferentes”, apunta Bilbatua.

El artículo original se puede leer aquí