Por Fernando Carrillo para Jot Down

1. Respete mi entrada y yo respeto su coche

Esta es la advertencia que preside, en el Distrito Federal, muchas de las entradas a garajes y parkings. Entre el marasmo de mensajes más o menos amenazantes que se distribuyen por la ciudad («si su perro se hace usted no se haga» —sobre las cacas de perro—, «si usted no les da ellos desaparecen» —sobre quienes piden en el metro—) fue el que más llamó mi atención desde mi llegada al D. F., como si este contrato unilateral afirmara otras observaciones de lo cotidiano, habitualmente impactadas por la distancia que aquí separa a unos individuos de otros.

La amenaza recíproca define un orden urbano que se percibe como una reunión indeseada de sujetos sin regulador autorizado, donde cualquier expectativa de contacto, y los veintitantos millones de habitantes aseguran múltiples oportunidades, se piensa desde la fricción. O tú o yo: el espacio común resulta conflictivo, incómodo, dominado por fuerzas que ejercen algún tipo de imposición autónoma y siempre en contra del resto, es decir, de uno mismo.

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En una ciudad claramente inclinada al uso del automóvil y con un tránsito de proporciones épicas, las dinámicas que rigen sobre este universo sintetizan, más allá de vados permanentes, otros órdenes de lo social. En él, la ley que rige sobre normas viales, ciclistas o peatones es la del tonelaje: a mayor vehículo mayor derecho de paso, mientras el coche ejerce un papel indispensable dentro del territorio en disputa, pues a la vez que enajena de lo colectivo otorga mejores argumentos para la imposición de lo propio. Se estima que el 70% de los desplazamientos en el D. F. se realizan en transporte público, una estadística que resume la proporción de fuerzas y el lugar que cada cual ocupa en la urbe: para las clases medias-altas los espacios privatizados, para las clases populares el incordio de la masa que se agolpa en metros y peseros, las calles atestadas de coches y comercio ambulante, las decenas de menesterosos que cada día inventarán las más sorprendentes estrategias para merecer una moneda. Cualquier jornada en el seno del monstruo se convierte en una agotadora prueba de obstáculos.

No contaminarse al contacto: En un país-continente con una historia insondable, regiones aún semiinaccesibles y en el que se hablan sesenta y ocho lenguas (reconocidas), la diversidad es sinónimo de marginación. México son muchos países donde las profundas desigualdades económicas, regionales, lingüísticas y étnicas han creado nichos de casta entre los que la posibilidad de diálogo se antoja lejana, como si cada una habitara en distintas coordenadas espacio-temporales. Así que los restaurantes de las zonas chic exhiben el obligado cartel de «Aquí no se discrimina por motivo…» aunque el único contacto que ofrecen a lo diverso consiste en el deprimente espectáculo de gentes (muy habitualmente niños) que desfilan a la caza del peso entre quienes se toman una cerveza al aire libre. El mensaje que se eleva es el de un pacto social roto.

2. Le dan colgón

Portada del diario El Gráfico.

La imagen pertenece a uno de los periódicos más populares de la ciudad, aunque no el único que juega, cada día y en portada, con dos elementos en paradójica correspondencia: la mitad izquierda se destina a la foto de algún asesinado sin que medien demasiadas consideraciones sobre las condiciones del cadáver (a veces calcinados o mutilados, partes de cuerpos), mientras la columna de la derecha se reserva para la imagen de una modelo semidesnuda.

La banalidad de la violencia no se detiene en su erotización, sino que se prolonga a través de un titular cuyo manual de estilo aconseja algún guiño irónico por el que la imagen del asesinado se incluya en la piñata informativa junto a las correrías de algún actor de telenovela, los deportes, las fotografías subidas de tono o las últimas ofertas de los grandes almacenes. Como declara Andreas Schedler en una columna en el diario Reforma, «Hasta finales de septiembre [fecha de la desaparición de los cuarenta y tres normalistas de Ayotzinapa], México estaba bailando alegremente sobre una catacumba de unos noventa y cinco mil muertos y veinticinco mil desaparecidos». Y es que las truculencias diarias se han leído, en demasiadas ocasiones, como un asunto de esos «otros» de difícil reconocimiento y precaria empatía, cuando no como parte de una idiosincrasia nacional seducida por el vértigo de una vida al límite.

Los movimientos sociales que se han sucedido en estos años de recrudecimiento de la violencia, ya sean los que en Ciudad Juárez y otras zonas del norte han luchado por visibilizar a las víctimas de feminicidio y reclamar justicia, o el más reciente Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad encabezado por el poeta Javier Sicilia han debido convivir, en el terreno de lo simbólico, con el auge de una narcocultura convertida en una de las industrias culturales más florecientes del momento. Desde la más informal, pero no por ello menos próspera, producción de narcocorridos o narcofilmes (se habla de narcoestética, narcomoda, narcoreligión), a la oferta de prestigio que representan narconovelas, narcodocumentales o narcoensayos, se ha asistido a la consolidación de un género autóctono. En las principales librerías pueden encontrarse no menos de sesenta títulos que contienen la palabra «narco» (en ocasiones con sus propios expositores) y una estética manufacturada para un público que se acerca al conflicto con un ánimo tan informativo como morboso. A su manera, la narcoliteratura ha generado una épica de nuevo cuño, el retrato exótico y de exportación más celebrado de lo mexicano.

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Disociación entre las cifras muertos, más de cien mil desde 2006, y el carácter festivo de la muerte: para conmemorar el Día de Muertos, en plena indignación ciudadana por la desaparición de los cuarenta y tres normalistas y entre acusaciones dirigidas directamente al ejecutivo («Fue el Estado» es uno de los lemas más repetidos), el Gobierno de la ciudad instaló en el Zócalo su particular ofrenda. Bajo la bandera que preside el principal espacio simbólico del país y frente al Palacio Nacional se desarrolló entonces una performance involuntariamente perversa, en que las enormes calaveras que dominaban la plaza solo parecían subrayar la indiferencia estatal con los más de veinte mil desaparecidos y las incontables fosas comunes que se extienden por el país.

3. ¿Le has visto?

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En los paneles de anuncios que se distribuyen por las estaciones de metro se muestran estas hojas informativas de personas oficialmente desaparecidas. Cuentan con el sello de la Procuraduría de Gral. de Justicia y son un recordatorio constante de esos espacios en sombra que se ciernen sobre la vida cotidiana de cualquiera. También una dramática evidencia de los vacíos que rodean al Estado (o que operan desde su seno) y que, trasladados al ámbito de lo personal, se convierten en una máquina de producción de víctimas.

El desprestigio de un aparato estatal incapaz de garantizar los derechos ciudadanos se concentra con especial intensidad en los llamados «cuerpos de seguridad». El propio Jesús Murillo Karam, procurador general de la República (una figura equivalente a ministro del Interior) señaló, en una polémica rueda de prensa ofrecida el pasado 8 de noviembre, que la intervención del ejército durante los sucesos de Iguala (presente en la localidad mientras se perpetraba la masacre), «solo habría empeorado las cosas». En diversos momentos me he topado con agrias discusiones entre civiles y policía que se han saldado, entre forcejeos y graves insultos, sin repercusión alguna, como si el propio cuerpo pusiera en cuestión su legitimidad para corregir una ilegalidad.

La comparecencia antes mencionada de Murillo Karam, en la que bajo todos los focos de atención explicaba los avances en la investigación de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos y declaraba por primera vez la hipótesis oficial de su muerte, terminaría, tras poco más de una hora, con un «Ya me cansé» inmediatamente viral. La frase constataba la insensibilidad de un Gobierno federal que en todo momento ha pretendido enmarcar esta crisis de derechos humanos como un asunto local y ajeno a su incumbencia. Cosa de otros.

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Llegados a este punto, ¿cómo recomponer los fragmentos rotos?, ¿de qué modo restaurar el tejido social e institucional?

A diferencia de otros sucesos que, con mayor o menor revuelo, ingresaron en esa fría crónica de una guerra larvada, la desaparición y probable asesinato de los cuarenta y tres estudiantes de Magisterio ha supuesto un punto de no retorno para una sociedad que ya no puede seguir mirando para otro lado. Las manifestaciones y paros se concatenan, las conversaciones recorren las calles, las redes sociales proyectan cada noticia. Se ha extendido una voz de alarma que debería servir, como señala el citado Schedler, para crear una red de solidaridad que incluya a todas las víctimas, también a las sospechosas. Y más allá, para emprender el difícil camino de un reencuentro con el otro, la construcción de una «república emocional», en palabras de Juan Villoro, que frente a las desapariciones que comienzan por los individuos y se prolongan por el lenguaje, los vínculos ciudadanos, los derechos básicos o la justicia social, se reapropie de esas dimensiones elementales para una vida digna. El 20 de noviembre se convocó un paro nacional y marchas masivas que confluyeron en la plaza del Zócalo, ríos humanos entre los que se repitió uno de los lemas portadores de esperanza: «Porque todos somos uno».

Fotografía: Francisco Carrillo

El artículo original se puede leer aquí