Llevo desde 2011 tomando notas que no siempre se convierten en una noticia o reportaje, mío o de algún compañero al que trato de ayudar. Son ideas que escucho y me cuesta remezclar con otras para darle un sentido que las ancle al aquí, al ahora. Con algo de malabarismo se puede dibujar con estos elementos algo llamativo, pero entonces llegan las dudas porque prefiero al periodista que acompaña que al que empuja. Sobre todo cuando hay autores que lo explican tan bien, con tanta lucidez, abriendo tanto camino.

Por Juanlu Sánchez para eldiario.es

Pero ahí están las notas, recogidas para comprender y contar esa nueva forma de vivir la política que se inauguró en las ondas expansivas de las plazas del 15M y, antes, en los cauces casi invisibles que ya construían la nueva subjetividad política que ahora damos tan por sentada.

Ese aprendizaje me llega también de fuera. He conocido a decenas de activistas organizados y expertos de Brasil, Grecia, Italia, Rusia, Ucrania, Estados Unidos, Ucrania, Rusia, Serbia, Bulgaria, Bosnia; he visto cómo hay organizaciones internacionales, fundaciones, think tanks, universidades gastando cientos de miles de euros en investigar y sacar conclusiones de lo que dicen, de por qué lo dicen, de cómo lo dicen, de cómo su evolución se parece o se diferencia de otras rupturas a lo largo de la historia reciente. La última oportunidad para escucharles, esta misma semana, fue en la escuela de verano que organizaba la Green Europeans Foundation en Vis, Croacia.

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En los últimos cuatro años se han producido más de 70 “momentos revolucionarios” que pueden tener una relación, aunque no haya entre ellos coincidencia ideológica. Es una conclusión sencilla y compartida por quienes también estudian estos movimientos: hay una fórmula nueva, hay un cambio, hay un patrón común para ideologías en ocasiones muy diferentes; y no, no tiene que ver solo con la tecnología.

Entre todos esos, el caso de España es referente. Es para el resto como un viaje al futuro de lo que puede pasar en otros países. En la cronología de las revueltas encadenadas que se han visto a nuestro alrededor desde 2010, la de España sucedió solo después de la de Túnez y la de Egipto. Luego vino Estados Unidos, vino Brasil, vino Turquía, vinieron las más ajenas, como la bosnia. El orden de los factores es importante porque unas han ido heredando cosas de las anteriores, gracias a que existen maneras mucho más desintermediadas de transferir conocimientos en red. Muchas veces, los activistas no eran a pie de calle conscientes de esa relación; como ocurre también en las redes sociales, la autoría de las iniciativas o de los conceptos suele ser difusa y colectiva pero en casi todos los casos se va desvaneciendo con el tiempo para ser parte de lo común, continuamente transformado.

Hay ejemplos sencillos y curiosos. España heredó de Egipto la idea del campamento como resistencia retransmitida en streaming. En Grecia, el repunte de las manifestaciones justo después de que sucediera en España dio forma a un grupo que mediáticamente se llamo ‘Movimiento de Ciudadanos Indignados’. Occupy Wall Street heredó una narrativa más inclusiva; dicen que el concepto del 99% se apuntaló con inspiración de activistas españoles) y recibió lecciones y ayuda tecnológica (#occupyWallStreet fue Trending Topic en España antes que en Estados Unidos cuando comenzó la acampada frente a la bolsa de Nueva York). Turquía heredó esa nueva forma de las clases formadas de protestar utilizando la tecnología contra el apagón mediático, trufando el mosaico local de banderas confesionales o partidarias con símbolos que ya se han convertido en universales como la máscara de Anonymous.  Y ese hilo, donde se mezclan también aportaciones de cada país, llega invisible hasta Rusia, donde en las manifestaciones contra Putin se gritaba “No nos representan”, por primera vez en este país. Son solo algunas curiosidades.

Escuchando a Gal Kirn, de Eslovenia, en el encuentro de la GEF en Croacia

Escuchando a Gal Kirn, de Eslovenia, en el encuentro de la GEF en Croacia

También hay otro elemento común que merece la pena capturar. La mayoría de los detonantes que provocaron que por fin miles o millones de personas se lanzaran a las calles de esos países no estaban relacionados con una gran medida política de calado o con un gran escándalo de corrupción sino más bien con un gesto feo, un abuso de poder. En España, fue el desmantelamiento policial de la pequeña acampada en Sol y luego la prohibición de concentrarse en la jornada de reflexión; en Brasil, una pequeña subida en el precio del billete de transporte público; en Turquía, unos árboles talados en un parque que casi ningún protestante utilizaba en realidad; en Bosnia, igual: la recalificación de un parque. Pensemos en Gamonal. Estos detonantes no son políticos sino morales. Fueron una especie de reacción de hartazgo, un mapa de gamonales, como diciendo ‘mire, no me importa en realidad esa acampada, esos céntimos del billete, esos árboles, este parking, pero es que lo que acaba de hacer demuestra que está tan lejos de mí, que voy a convertirlo en el símbolo de mi protesta’. Por eso, en varios países también, la protesta no era solo contra el gobierno de turno sino contra unas formas generales de hacer política.

Sí que hay diferencias evidentes, por ejemplo, en los métodos que inspiran las decisiones. En Bosnia exploran muy a fondo los procesos asamblearios. Como recordaba un activista esloveno hace unos días en Croacia, la asamblea también tiene un carácter terapéutico: “aunque aparezcan locos hablando por hablar, estar hablando ya construye redes y afinidades”, se dice en Ljubliana como también se dijo durante los primeros meses de asambleas de barrios en Madrid.

En Turquía, sin embargo, no había forma de encontrar grupos de trabajo temáticos o asambleas multitudinarias en Gezi Park. Solo una multitud yuxtapuesta que decidía trabajar por libre, en pequeños grupos o dispositivos, y probarlos a ver qué tirón tenían, como también pasó en España. He escuchado a representantes croatas y búlgaros que las ONG son percibidas como parte del establishment.

En todo caso, estamos antes procesos performativos. Es decir, a diferencia de la idea de la democracia como alternancia puntual de representantes, se abre camino otra: un proceso que pone en contacto la opinión pública y las instituciones, con grandes dosis de participación y protesta. La tecnología, al amplificar eso, genera una caja resonancia muy sencilla de entender: cuando entras en Facebook y Twitter ves que algunos amigos que no son activistas protestan o participan de algo, tienes la definitiva sensación de que formas parte de una mayoría. Aunque no sea verdad.

En España ya estamos metidos en el debate de las siglas, los partidos, las confluencias, de los fines y de los medios para entrar en las administraciones. Desde que estamos en ese debate, la presión en la calle ha disminuido porque se ha trasladado a otros espacios.

Más allá de la composición final, de qué forma toma en España, lo que es un patrón común en todos estos activistas – aunque mención aparte merece la historia reciente en los balcanes – es que tienen la sensación de que la socialdemocracia está agotada y de que lo que se abre paso no es nada que se conociera hasta ahora. Una nueva aproximación política que no quiere ser comunista aunque sea una nueva izquierda, que no quiere ser socialdemócrata aunque sea práctica y con agenda inmediata; que no quiere ser liberal aunque se sienta cómoda en esas fronteras difusas de lo común y lo privado; que no se conforma con ser ecologista aunque apueste por modelos de progreso sostenibles. No es la primera vez que la gente sale a la calle, solo que ahora no sabemos qué es exactamente lo que les saca a la calle y les está empujando hacia las instituciones.

Sobre todo eso van las notas. Las suelta uno sobre un lienzo y parece que sale un dibujo. A ver.