Latinoamérica celebra el centenario del gran cronopio, Julio Cortázar, escritor recordado por sus textos lúdicos, de novelas rearmables y cuentos que ganan por nocaut, puntos de partida de una obra que incorporó el compromiso político y expresó una nueva noción del intelectual orgánico, aquel que siembra la idea de las utopías posibles.

[media-credit name=»Foto: ULAN » align=»alignleft» width=»242″]Allende y Cortázar[/media-credit]

“Comprendí que el socialismo, que hasta entonces me había parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era la única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano esencial”, reflexionaba el escritor en una carta dirigida al poeta cubano Roberto Fernández Retamar en 1967.

El 26 de agosto de 1914, en el preludio de la Primera Guerra, cuando Alemania ocupó Bruselas, nace en Bélgica, de padres argentinos, Julio Florencio Cortázar Descotte, quien en su infancia compondrá sus primeros ejercicios literarios, a los que sumará la escritura de sonetos, su gusto por el jazz y el boxeo.

“Cuando tenía ya 30 o 32 años –aparte de una gran cantidad de poemas que andan por ahí, perdidos o quemados- empecé a escribir cuentos”, relata a Luis Harss en el libro Los Nuestros.

En tiempos de su primera publicación, Presencias (1938), con el seudónimo Julio Denis, se dedicó a dar clases en la ciudad y provincia de Buenos Aires, momento en el que llevó consigo un sentimiento de disconformidad que más adelante convertirá en madurez política.

Su oposición al peronismo —que luego afirmó no haber comprendido—, lo lleva a tomar la Facultad de Filosofía en la provincia de Mendoza en 1945 en manera de protesta y más tarde autoexiliarse en Francia junto a su compañera Aurora Bernárdez, para trabajar como traductor en la Unesco.

Al final de esta década publica su primer cuento, Casa tomada, en la revista Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges y se hace más prolífico a partir de entonces con Bestiario (1951), Manual de instrucciones (1953), Final de juego (1956), Las armas secretas (1959), Historia de Cronopios y Famas, y Rayuela (1962).

La utopía realizable

Fue en 1961 cuando ocurrió un punto de inflexión en la vida del escritor, cuando visitó Cuba con su segunda compañera Ugné Kervelis, traductora lituana de izquierda, apasionada con Latinoamérica, quien lo acompañó en un proceso reflexivo que lo llevó a convertirse en un defensor de la Revolución Cubana.

“Sin razonarlo, sin análisis previo, viví de pronto el sentimiento maravilloso de que mi camino ideológico coincidiera con mi retorno latinoamericano; de que esa revolución, la primera revolución socialista que me era dado seguir de cerca, fuera una revolución latinoamericana”, dice en su carta a Fernández Retamar, publicada en la revista Casa de las Américas.

“Ése es el momento en que tendí los lazos mentales y en que me pregunté, o me dije, que yo no había tratado de entender el peronismo”, reflexiona en una charla con Omar Prego publicada en La Fascinación de las palabras (1985).

Ese contacto con la Revolución cubana despierta en Cortázar un nuevo tipo de sensibilidad que le da un giro a su obra, evidente en textos como “Reunión”, relato incluído en Todos los fuegos, el fuego, el poema Yo tuve un hermano o la adivinanza Sílaba viva, dedicados a Ernesto Che Guevara.

El escritor desafiará a las corrientes intelectuales al asumir la literatura como un espacio en el que dará la batalla política, replanteando la interpretación del mundo a través de la estética que lo caracterizó, el uso de metatextos y el orden combinatorio de lenguajes.

 

Contra los vampiros multinacionales

En el momento de defender sus ideales políticos, Cortázar advirtió en una entrevista en la revista Crisis (1973) que “cada uno tiene sus ametralladoras específicas. La mía, por el momento, es la literatura”, dijo para referirse a su reciente obra, Libro de Manuel, en la que sostiene haber juntado las aguas de los problemas latinoamericanos.

La obra incorpora elementos de no ficción al indexar en el texto testimonios de torturas y notas de prensa que denunciaban el atropello a los movimientos de izquierda en el cono sur, en medio de un relato sobre un grupo de latinoamericanos revolucionarios que vivían en París.

“Ese libro fue escrito cuando los grupos guerrilleros estaban en plena acción. Yo había conocido personalmente a algunos de sus protagonistas aquí en París, y me había quedado aterrado por su sentido dramático, trágico, de su acción”, comenta Cortázar a Prego sobre su novela, cuyas regalías en Argentina fueron donadas a los presos políticos.

En 1975 publica Fantomas contra los vampiros multinacionales, una utopía realizable, novela corta donde incorpora la ficción, la historieta y documentos facsimilares para crear un relato que divulgue la sentencia del Tribunal Russell II, que en septiembre de 1973, en Bruselas, cuna del escritor, denunció los atropellos a los derechos humanos en América Latina.

El autor utiliza varias líneas narrativas recreando el formato pulp fiction en una historia sobre una quema mundial de libros, hecho ficcional que encubre a los villanos reales: las empresas multinacionales y los gobiernos lacayos del cono sur entonces dirigidos por dictaduras militares.

Fantomas enfrenta al mal aliándose con intelectuales latinoamericanos, entre ellos el narrador Cortázar, quien desenmascara a los verdaderos villanos con un documento verídico, las actas reales del Tribunal Rusell II, continuación del primero que denunció los crímenes en Vietnam en 1966.

La sentencia condena “a los gobernantes de los Estados Unidos de América y especialmente al señor Henry Kissinger, cuya responsabilidad en el golpe fascista de Chile es evidente para el Tribunal”.

Para finales de la década de 1970, Cortázar, acompañado por su tercera compañera, Carol Dunlop, es una voz de peso internacional, le hace oposición a la dictadura argentina de José Rafael Videla, critica la Guerra de las Malvinas y en 1983, en respaldo a la Revolución Sandinista, publica Nicaragua, tan violentamente dulce.

El 12 de febrero de 1984, en París, se despide del mundo el cronopio mayor, quien renovó las formas del relato y sobre ellas la reflexión de que “lo bueno de las utopías, es que son realizables”.

Por Pedro Ibáñez