Luis Bodoque Gómez, autor del libro «Del Yo al Nosotros«, nos adelanta en este artículo la importancia, que puede tener el consenso como elemento esperanzador que permita ir generando un nuevo modelo social basado en la cooperación.

 

El sistema en el que nos hallamos inmersos es básicamente de carácter individualista. La desestructuración social avanza progresivamente y nuestras ciudades se deshumanizan convirtiéndose en junglas darwinistas cada vez más hostiles y violentas.

Cuando finalmente advertimos que no existe otra salida que cambiar este modelo, solemos olvidar que nosotros mismos somos parte de él.

Todos, en definitiva, hemos sido formados en su seno y a estas alturas supondría una peligrosa ingenuidad pretender instaurar cambios significativos en el modelo social, político o económico imperante si simultáneamente no tratamos de  modificar nuestra propia actitud y la manera de comportarnos en relación a otros, más allá  de la posibilidad de que ello constituya, además, una suerte de catalizador de todo un proceso revolucionario, tal y como estamos intentando analizar.

Debemos reconocer, en un sano ejercicio de autocrítica, exento de culpabilidad, que hemos sido educados para competir y no para cooperar. Atendemos casi siempre a lo que nos diferencia y separa del otro en vez de considerar todo lo que poseemos en común con el y tendemos a confrontar nuestras respectivas ideas, afirmándonos, en lugar de complementarlas entre si enriqueciéndolas.

En general, no sabemos trabajar en equipo ya que la totalidad de inercias mentales, automatismos adquiridos e ideas preconcebidas apuntan justamente en la otra dirección, dado que la ortodoxia actual en lo referente a las dinámicas colectivas descansa, como si de un monolito se tratase, sobre la confrontación,

Una de las grandezas de la humanidad reside precisamente en la diversidad. Cada persona es un ser único e irrepetible, poseedor de una manera peculiar de pensar y de sentir. Sin embargo, tanta riqueza supone un auténtico escollo cuando se ha de actuar de manera conjunta. De entre todas las opiniones posibles: ¿Cuál de ellas en concreto debería ser asumida por el grupo?… ¿Cómo resolver esta cuestión?.

A lo largo de la historia, desde la guerra hasta la democracia, se han ido articulando diferentes soluciones, más o menos sofisticadas, tratando de resolver el problema de lo colectivo. Pero pese a tanta aparente variedad, lo cierto es que sea por la fuerza de las armas o por la fuerza de las urnas, la fuerza ha sido siempre el común denominador de todas ellas y la violencia su siniestra herencia. De un modo u otro, los «vencedores» terminan por imponer a los «perdedores» sus particulares intereses que sólo a ellos benefician tanto como a otros perjudican, generando con ello tensión. En definitiva, formas aparte, no hay demasiada diferencia entre la prehistoria y el siglo XXI en lo que respecta a la regulación de lo social. Ello evidencia, como en tantos otros aspectos, el enorme desfase existente entre el desarrollo tecnológico y el humano. Nos sobra imaginación para construir artefactos que surquen las estrellas pero para organizar la vida en común no hemos sido capaces de hallar mejor sistema que el empleado desde siempre por los animales en la selva.

Solemos afrontar la variedad de opiniones mediante la conocida «técnica» (no sabemos emplear otra mejor) de la discusión, que consiste en desplegar, de manera pararacional, todo un muestrario de justificaciones disfrazadas de argumentos. Su único propósito no es ofrecer un método dé aproximación a la «verdad» sino blindar y defender a ultranza nuestras particulares creencias, «amenazadas» permanentemente por las de los demás. Frente a una opinión diferente siempre intentamos convencer a nuestro interlocutor, por todos los medios posibles, de que nuestro punto de vista es el válido o verdadero. Por su parte, el otro, obra de un modo similar y al cabo de un tiempo, que varía según el grado de empecinamiento mutuo, cada uno se va igual que ha llegado. La discusión es, por consiguiente, una especie de cúmulo de monólogos sin intercambio de información alguna y que, al no producirse comunicación real, tampoco modifica a ninguno de ellos. Por supuesto que discusión y diálogo, en cierta manera, se complementan entre si y no es posible el uno sin el otro. Pero abortar el proceso prematuramente en esa fase inicial carece por completo de sentido.

La alternativa a la discusión, por consiguiente, es el diálogo y la diferencia esencial radica en que en esta ocasión, gracias a la escucha activa mutua, si se considera el punto de vista ajeno hasta el punto de intentar relacionarlo con el propio. Esta simbiosis dialéctica origina, a su vez, una suerte de metamorfosis ideológica de la que surgen enfoques comunes mas amplios y mejor adaptados, asi se trate de una aproximación a la realidad o de la resolución de un problema. De este proceso ambos protagonistas salen enriquecidos y positivamente transformados.

Sin embargo, en un mundo donde sorprendentemente la competitividad se ha convertido en una virtud, no cabe otra posibilidad que resolver lo colectivo mediante la fría aritmética de intereses particulares que pugnan entre sí por imponerse unos sobre otros.

De ese modo, cuando en el terreno político se plantean diferentes opciones ideológicas, no se nos ocurre nada mejor que enfrentar a sus abanderados respectivos entre si al objeto de comprobar quién o quiénes poseen una mayor «fuerza» o respaldo. Dada la manifiesta incapacidad de alcanzar acuerdo alguno debatiendo, las cámaras políticas de representantes no albergan en su seno demasiadas opciones para evitar una ingobernabilidad que se podría resolver simplemente dialogando. Por esa razón, todos los sistemas democráticos, a través de sus respectivas leyes electorales, tienden en general a establecer un bipartidismo alternante perenne amparado, a su vez, por el chantaje del «voto útil» y convirtiendo en vergonzante ese supremo acto de expresión de la soberanía popular.

Así, en las democracias actuales, 51 individuos imponen su cosmovisión a los 49 restantes, constituyendo así una auténtica dictadura de la mediocridad. Llega esta cuestión a ser tan ridícula que el número de miembros de un comité ejecutivo suele ser impar, o bien su presidente posee un voto de mayor valor, para evitar así que los posibles empates bloqueen la toma de decisiones. No importa nada la deliberación conjunta sino la correlación de fuerzas: ¿Para qué perder el tiempo dialogando?

Solamente así, con la confrontación como telón de fondo, algo tan burdo como la democracia mayoritaria puede aparecer como el mecanismo más evolucionado que la humanidad haya desarrollado jamás para conducirse de manera conjunta.

El legado de ese miope proceder son las sociedades actuales fragmentadas en bloques sectoriales (obreros contra empresarios, padres contra hijos, hombres contra mujeres… Etc.). Es tan corta la mirada que, careciendo por completo de imaginación, muchos, en vez de plantearse fórmulas para trascender esa dinámica fraticida, optan sin embargo por elaborar sesudos modelos interpretativos de la realidad, a partir de las actuales circunstancias, sentenciando a perpetuidad esta absurda situación.

La confrontación permanente además cansa, agota, divide, y lo peor de todo, distrae de lo constructivo. Las desavenencias y los enfrentamientos sobrevienen en realidad por una falta de adaptación a vivir en un mundo diverso y plural. Las interacciones con los demás son complejas y alejadas de ese maniqueísmo pueril con el que solemos enjuiciarlas. Asumir esas aparentes paradojas y tratar de superarlas resulta mucho más adecuado que resignarse a la conflictividad y entender las relaciones humanas como un campo de batalla. Concebir la vida como un existir contra algo o contra alguien resulta completamente absurdo. La vida ha de ser entendida como un proyecto a favor de interesantes propósitos y no como un sinvivir en un clima de permanente hostilidad, por muy justas, legales, éticas y verdaderas que pudieran ser las causas.

Asistimos hoy, sin embargo, a la agonía de un mundo que se desmorona, sometido a los embates de otro latente que lucha por aflorar y manifestarse. Algunos lo expresan poéticamente afirmando que esta sociedad está preñada de otra nueva. Hoy todo apunta hacia la necesidad imperiosa de un cambio de modelo o de sistema en el sentido de desarrollar, a cualquier escala, ámbitos de actividad humana más solidarios que vayan superando, mediante una sinérgica cooperación mutua, este individualismo sin salida.

La cuestión a la que tratamos de dar respuesta es si, modificando las relaciones interpersonales en cierto sentido, seríamos capaces de generar un fenómeno emergente con la suficiente envergadura como para producir un cambio social significativo.

Pero, ¿En qué consistiría concretamente esa modificación?

LA CULTURA DEL DIÁLOGO Y EL CONSENSO COMO NUEVO PARADIGMA EN LAS DINÁMICAS COLECTIVAS

El consenso se constituye en una apuesta por entender las relaciones personales en el seno de los conjuntos humanos de un modo diferente. A través de los siglos, la problemática derivada del quehacer colectivo se ha resuelto casi siempre compitiendo unos contra otros. En ese sentido, el consenso se presenta así como una alternativa a ese tradicional sistema basado, esta vez, en la cooperación. Se trata entonces de trascender el conflicto, generado en la discusión, a través del diálogo y complementar entre sí las diferentes opiniones en lugar de confrontarlas, erradicando con ello cualquier vestigio de tensión o violencia. Implantar progresivamente este nuevo enfoque de manera generalizada en cada ámbito de actividad humana tal vez podría suponer un verdadero cambio de sistema social, político y económico.

Sin embargo una de las principales dificultades a la hora de desarrollar esta iniciativa reside curiosamente en el hecho de que la mayor parte de la gente cree saber erróneamente en que consiste.

SIGNIFICADO PRECISO DE CONSENSO

El término consenso procede del vocablo latino “consensus” que significa consentimiento.

Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, consenso vendría a ser el acuerdo adoptado libremente, es decir con pleno consentimiento, entre todos los integrantes de un determinado grupo.

Habitualmente, acotando en exceso su campo semántico, se comete el error de reducir tal concepto a un mero mecanismo de toma de decisión, olvidando que alude también a un proceso de elaboración colectiva sin el cual dicha síntesis conjunta resultaría del todo inalcanzable.

En definitiva, no es posible debatir una cuestión de cualquier manera y pretender luego establecer un consenso como colofón final. Hemos de entender el consenso más como una forma de trabajo en equipo basada en el intercambio constructivo de ideas y no en la confrontación de opiniones, tal y como acostumbramos a proceder.

El consenso tampoco es un concurso de ocurrencias y, por lo tanto, no consiste en elegir entre A, B o C. Se trata de elaborar, entre todos y a partir de ellas, una nueva y mejor alternativa (D) con los elementos comunes que poseen mas otros añadidos que permitan trascender las aparentes divergencias, aglutinándolas y relacionándolas entre si.

Tal y como comentábamos, hoy se habla con frecuencia de consenso pero no se entiende bien en que consiste. Muchos creen que se trata de un método mediante el cual un grupo de personas discuten entre si hasta lograr que todos piensen igual. O bien que la estrategia a seguir es que cada uno de ellos vaya cediendo progresivamente en sus pretensiones iniciales con el fin de llegar a un surrealista acuerdo común con el que nadie se sienta del todo cómodo.

Desde el emplazamiento mental que subyace en el marco del actual sistema no es posible comprender en profundidad lo que el concepto consenso supone o significa. Debemos hacer un pequeño esfuerzo y observarlo ubicados en un modelo social distinto, en donde lo colectivo no emerge a partir de la sumatoria de las confrontaciones individuales.

El consenso necesita expresarse en un escenario conjunto solidario en el que todo se resuelve trabajando en equipo y cooperando entre sí. Por eso precisamente su desarrollo progresivo podría acarrear inexorablemente un cambio de paradigma y de ahí la extrema necesidad de impulsarlo dado que nuestra evolución futura podría depender de si somos o no capaces de cambiar la cultura del YO actual por la cultura alternativa del NOSOTROS.

Verdaderamente el marco social imperante, nada o poco favorece la implementación práctica del consenso. De ahí su vocación marginal dadas las enormes dificultades que, hoy en día, entraña su uso. Sin embargo, precisamente por esas mismas razones, merece la pena asumir el esfuerzo necesario para que constituya el referente a seguir, al menos, en cualquier elaboración colectiva, para desarrollar, de ese modo, principios fundamentales que cimenten una sociedad más justa, humana y solidaria.

El consenso es, esencialmente, un método de trabajo en equipo basado en valores tales como la cooperación, la empatía, la escucha activa, la confianza y el respeto mutuo, la honestidad, la creatividad y la igualdad u horizontalidad.

Intentar superar los aparentes inconvenientes que acarea consensuar nuestro quehacer conjunto hasta en lo más cotidiano cobra un gran sentido cuando advertimos que avanzar en esa dirección podría suponer acercarnos a esa sociedad que la inmensa mayoría de nosotros anhelamos. El consenso se convierte así entonces en una herramienta esencial para ir perfeccionando un nuevo modo de relación interpersonal, basado en la cooperación que propicie escenarios sociales cohesionados en lugar de una humanidad en tensión permanente fragmentada por múltiples conflictos de intereses, trascendiendo de ese modo todo tipo de dialécticas generacionales, de clase o de género.

En realidad, si nuestras sospechas son ciertas, la implantación progresiva de mecanismos consensuales en las decisiones comunes podría provocar un auténtico seísmo social.

En nuestras manos está que determinados conceptos irrumpan o no con fuerza en ese venidero escenario social, cobrando así importancia en la medida en que vayamos siendo capaces de asumir el reto de internalizarlos, y elevarlos definitivamente a la categoría que siempre merecieron ostentar. Una de esas palabras, mensajeras de la esperanza de un futuro mejor es sin lugar a dudas “consenso”.

Luis Bodoque Gómez es activista social. Miembro del Partido Humanista de España desde hace décadas, participa en diferentes movimientos sociales y plataformas, incluído PODEMOS.