Por Adrián Barahona.-

Varias veces, algún amigo me ha pedido que le explique, desde mi experiencia, lo que es el Humanismo. Desde mi particular deformación, he suplido la deficiencia entregándole al incauto que pregunta algún mamotreto cercano al millar de páginas. Obviamente, con eso, no se respondía a la pregunta ni se resolvía el problema. En las líneas que siguen, esta vez, intentaré dar cuenta de lo que significó para mí este encuentro que si bien se marcó en mi intelecto, indudablemente se fijó a partir de mi corazón.

Hasta 1989 yo era un disciplinado militante socialista. Era, todavía, una época sobre ideologizada, en la que las discusiones se ganaban si se era capaz de citar de memoria a Marx, Gramsci o Marcuse. Por lo mismo y porque no me gustaba salir mal parado, a los dieciséis años que tenía en ese entonces ya había memorizado todos los manuales de formación política que habían caído en mis manos, y me había atrevido a hincarle el diente de forma directa a una que otra fuente.

Entre éstas, “El Trabajo Enajenado”, de Marx, se había transformado en uno de mis caballitos de batalla. En el texto, un Marx que luego sería conocido, con algún criterio degradatorio, como “el joven Marx”, explicaba de forma simple el problema de fondo de la organización económica: el capitalista, dueño de los medios de producción, se apropiaba de la fuerza productiva de los trabajadores a cambio de un salario. Esa apropiación desplaza el objetivo del trabajo, que es la realización del ser humano. El “joven Marx” no pone, como lo hará el viejo, el énfasis en la fuerza productiva, como si esta se tratase de un “bien”, sino que lo desplaza hacia el problema de la libertad, pues de lo que realmente se me está privando es de mi libertad. Por eso llama a esta forma de trabajo el “trabajo enajenado”, pues no soy yo quien trabaja, sino otro a través de mí. La revolución no sería, entonces, para recuperar la usurpación que hizo una minoría de los medios de producción, sino que sería para recuperar nuestra libertad.

No me convencía, para nada, la posibilidad de que la liberación del ser humano implicase el paso por ese estadio intermedio al que se llamó “la dictadura del proletariado”, pues significaba, según yo lo veía, el cambio de un “patrón”, ya que mi trabajo, aunque inspirado en el bien común, seguiría siendo propiedad de otro u otros, por tanto, yo no habría recuperado mi libertad. Por otra parte, otras ideas de moda como “la hegemonía cultural”, me producían, abiertamente, asco.

Por sostener esos puntos de vista era, habitualmente, catalogado como “anarquista”.  Yo no sabía aún lo que significaba ser anarquista, salvo por los cuatro o cinco puntos de discusión que terminaron con el quiebre de Marx con Bakunin en la Internacional. Lo que sí sabía era que me gustaba, y me sigue gustando, perturbar, por lo que acepté la definición que, sentía, provocaba escozor no sólo en mis amigos más ortodoxos, sino también entre el creciente grupo de los pragmáticos.

Ese año, después de ser invitado a participar de una reunión, llegó por primera vez a mis manos un libro de Silo.  Debo reconocer que no entendí muy bien de qué se trataba, pero luego llegó otro y varios más hasta que la repetición de algunos conceptos comenzó a tejer una red de comprensión en mí.

Así, hasta que una simple definición permitió que esa comprensión se integrase porque, como reza el cuento taoísta, siempre estuvo ahí: “Violencia: apropiación de la intencionalidad del otro”.

Si el objetivo principal del humanismo es la superación de toda forma de violencia y la violencia es la apropiación de la intencionalidad del otro, entonces el objetivo principal del humanismo es el despliegue ilimitado de la intencionalidad del ser humano, es decir, la expansión total de la libertad.

El problema no es la economía, ni la religión, ni el patriarcado, ni los nacionalismos, ni la hegemonía cultural o política. El problema somos los seres humanos intentando imponer nuestra verdad por medio de la fuerza, de la coerción, del chantaje. Desde esa posición es que se hace necesario un salto cualitativo en el ser humano, un salto cualitativo que permita el establecimiento de un nuevo pacto y de nuevas relaciones de poder.

Entendiendo lo anterior cabe hacerse una pregunta obvia: si los humanistas creen que las estructuras políticas y psíquicas son esencialmente violentas y tienden a reproducirse ¿por qué la existencia de un partido humanista bajo las reglas de un modelo antihumanista?

La respuesta merece, probablemente, mayor reflexión, pero mi posición es simple y se resume en  la aplicación de uno de los principios de la dialéctica.  Un pequeño grupo de personas conscientes de las condiciones en las que viven serán un puñado de locos desadaptados, pero millones de personas conscientes harán necesaria la conformación de ese nuevo pacto, la redefinición de lo que entendemos hoy por ser humano, de lo que entendemos por libertad, de lo que entendemos por historia.

En este contexto, preguntarnos si queremos más o menos Estado, más o menos Mercado, es irrelevante. Los humanistas queremos mejores condiciones de vida para los seres humanos.

Queremos una educación libertaria que permita que nuestros pueblos se hagan muchas preguntas en torno a las que no tenemos respuestas. Queremos tener derecho sobre nuestra salud, sobre las ciudades en las que vivimos, sobre el uso que damos a los recursos naturales, sobre el uso que le damos a nuestro propio cuerpo. En pocas palabras, queremos tener el derecho a decidir qué queremos hacer con nuestras vidas.

Ese derecho no lo vamos a conseguir ni bajo un modelo de competencia ni bajo un modelo asistencialista. Ese derecho lo podemos conseguir solamente bajo un modelo humanista, porque el humanismo en su forma más pura es la avanzada del pensamiento libertario.