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Por Javier Tolcachier –Investigador del Centro de Estudios Humanistas de Córdoba (Argentina)

Los pueblos que habitaban el suelo americano con anterioridad a las invasiones colonialistas son, sin duda alguna, sujetos de reparación histórica. Estos colectivos fueron masacrados, vejados, violados, despojados, explotados, discriminados y perseguidos. La violencia ejercida fue mucho más allá de lo físico o lo económico exigiendo el sometimiento cultural, la humillación de la propia identidad y el abandono forzado de creencias y formas de espiritualidad propias. Aquellos pueblos fueron condenados a la pérdida de libertad subjetiva y objetiva, reduciéndolos a objetos sin intención propia. Similar desgracia ocurrió a los habitantes de lugares lejanos que fueron exiliados y transportados a estas tierras como mercancías para servir como esclavos y sirvientes a un modelo de apropiación y acumulación.

Las características de genocidio son incontestables, la violación de todos y cada uno de los derechos humanos consagrados es inconfundible, por lo que el reclamo histórico que hoy recorre la América toda no puede ser relativizado ni negado en sus fundamentos morales. Cuanto más interesante se vuelve el análisis al comprender la posibilidad de no asentar la denuncia en una supuesta “justicia” vengativa (descendiente de la legalidad inaugurada por Hammurabi) y ni siquiera en un derecho de “posesión ancestral” preexistente de los territorios ocupados.  La violencia hacia cualquier ser humano es absolutamente injustificable y en su ejercicio reside claramente la judicación de su reprobabilidad.

Por lo demás, la violencia social y personal en cualquiera de sus formas, no sólo continúa afectando como cáncer maligno todo tejido social futuro, no sólo augura la reacción del cuerpo social contra la injusticia que genera, sino que permanece en la interioridad de quienes como agentes la perpetran y como destinatarios la sufren, como un contenido en la memoria que necesita ser compensado y superado. Es desde esa concepción dinámica y esta perspectiva hacia el futuro que aquí se propone abordar esta cuestión.

Lejos de proponer un castigo revanchista que augura nefastas continuidades en el mismo sentido cuando los vientos soplen en dirección inversa, se sugiere tomar como perspectiva orientadora la reparación de lo mal hecho, la comprensión del error histórico, la necesidad de reconciliación futura. Aunque en definitiva no existan los culpables, esto no implica disolver las responsabilidades que sí existen y es imprescindible aclarar y aplicar, so pena de diluir entre nubes lo ocurrido, falseando la memoria y oscureciendo el entendimiento.

Los autores y responsables de la violencia contra los pueblos de América

¿Quiénes son los responsables de la infinita violencia sufrida por las naciones originarias de América?

En primera medida, los poderes colonialistas invasores a través de sus gobiernos; sus cortesanos y burgueses ávidos de riqueza, sus financistas prestos a la fácil ganancia y sus ejecutores físicos, que fueron en su mayor parte desclasados sin horizonte en los viejos reinos que pretendieron escapar a esa situación violentando a otros. Luego vendrían los sucesores de los viejos imperios, menos monárquicos, pero igualmente despiadados a la hora de continuar la vejación y la dependencia en sus distintas modalidades.

La tremenda dosis de dolor infligida, requería una dosis de anestesia equivalente, la que fue provista por la iglesia cristiana, que dotó a las legiones destructoras de justificaciones integristas y fanáticas. Iglesia que se vio acorralada desde el Oriente por el rasante ascenso de la fe mahometana, que veía implotar su dictadura medieval a manos de la revolución humanista del Renacimiento y que encontró en el Occidente americano una nueva fuente de almas a someter y riquezas con las cuales sostener sus políticas de dominio.

Con el tiempo, fue la progenie de aquellos conquistadores la que continuó con la tradición de violencia heredada. De esta manera, el azúcar del Caribe, el caucho brasilero, los minerales andinos, los alimentos de las extensas pampas, los guanos y los salitres de las alejadas soledades, las tierras que todo aquello contenían, fueron apropiados por pocas familias expulsando y aniquilando a todo aquel que se interpusiera en el camino. Fueron esas mismas familias las que consolidaron un sistema político y legal que concurrió – en general – a la complicidad con un sistema mundial capitalista en expansión.

Así, gran parte de los habitantes quedó despojada de toda posibilidad de subsistencia, fue tal el agravio que, aún sobrevivientes, ellos mismos cimentaron la apropiación sufrida, trabajando y muriendo en las minas, las haciendas o los ferrocarriles que transportaban hacia los puertos el producto que habían visto salir de su esfuerzo y no volverían a ver en su beneficio.

De esta manera, al sobrevolar apenas esa tremenda huella histórica, comienza a asomar en el debate la muestra de que, precisamente, aquel mismo modelo de acumulación, aquella concentración creciente de capital que socializa angustias, aquel despojo material y espiritual denunciado, es el que está estructuralmente a la base del dolor social actual. Cuán fuerte puede ser la convicción emanada de un sentir solidario hacia seres supuestamente “ajenos” si además se comprende lo inextricable de la relación de su historia con las dificultades que las mayorías padecen en la actualidad.

Desde este punto de vista quedará manifiesto que, para resolver la herida histórica será preciso discutir el modelo de sociedad aún en vigor, aunque ya haya perdido una buena parte de su atracción y su vigencia interior. Quedará expuesto entonces que, quien no esté en disposición de asumirlo será solo aquel que pretenda defender un sistema caduco y reñido con la sensibilidad humanista.

La infame utilización de la infamia

 Antes de proseguir es necesario advertir claramente sobre la utilización que se ha hecho del tema de los pueblos originarios desde ciertos círculos de poder. El interés de dicha manipulación es el de confundir a protagonistas y opinión pública sobre raíces y alcances del conflicto social que aquí se aborda y por tanto, mantener interesadamente el statu quo injusto vigente. Señalamos apenas dos variantes muy conocidas de dicho accionar, que han sido largamente utilizadas durante mucho tiempo en toda Latinoamérica y que, aún hoy, siguen siendo herramientas de la infamia.

La primera técnica es la co-optación o compra de voluntades de colectividades o liderazgos que, reales o ficticios, traicionan objetivamente a la causa que en principio pretendían servir. Bibliotecas enteras podrían ser escritas relatando las dádivas entregadas por políticos y empresarios a encumbrados dirigentes de etnias en toda la región a cambio de apoyo, silencio y mentira. La segunda forma es enarbolar una aparente defensa de las causas justas, para desviar el reclamo de las propias conveniencias y responsabilidades hacia temas secundarios, lejos de las verdaderas raíces de los conflictos.  No abundaremos en detalles ni ejemplos, ya que es muy conocida la filibustería del antihumanismo que arría sus propias banderas izando por corto tiempo las ajenas para confundir y aprovechar la sorpresa de los ingenuos.

Lo originario, lo mixto, lo común.

Volviendo al tema central: aún identificado el conflicto, las responsabilidades y la estructura dinámica que lo arrastra hasta nuestros días, es imprescindible ir aún más allá. No será posible recorrer el camino necesario si la reivindicación permanece anclada en identidades incólumes, definitivas y antagónicas. En una civilización que comienza a mundializarse, no serán los bandos de antaño, no serán las relaciones de dominación entre culturas cristalizadas las que proveerán respuestas duraderas.

Una mirada histórica despojada de adhesiones producidas por la coyuntura individual que a cada quien le toca vivir, nos permite observar con claridad que todo fenómeno cultural es por esencia dinámico. Que las etnias no han sido siempre lo que son, que lejos de ser entidades estáticas con patrones de comportamiento inmutables, son fruto ellas mismas de construcciones sociales y humanas sobre realidades a su vez preexistentes a ellas.

Aquello que hoy denominamos “originario” lo es no tanto por lo que la acepción connota en relación a lo “primigenio” u “original” (a lo cual habitualmente se refiere el vocablo “aborigen”) sino en cuanto a la diferencia entre los que llegaban y los que habían nacido en suelo latinoamericano. A su vez, ha quedado más que demostrado que los ancestros de aquellos originarios provinieron en sucesivas migraciones de regiones asiáticas, lo cual agrega temporalidad e inteligencia a nuestra mirada.

En el largo proceso histórico, los pueblos se fueron encontrando, y en cada nuevo encuentro, fraterno o violento, en cada nuevo contacto, se produjeron aprendizajes y nuevos elementos comenzaron a formar parte de las culturas involucradas. Muchos pueblos que desaparecieron de la faz de la Tierra y de cuya identidad sólo sabemos a través de relatos, trasladaron elementos culturales que hoy siguen vivos en otros pueblos. Y aún aquellos pueblos que sometieron a otros, pretendiendo imponer su propia cultura, absorbieron de ellos parte de aquella cultura que decían rechazar.

Otro tanto ocurre con las tradiciones y costumbres, que van siendo modificadas por la aparición de nuevas generaciones formadas en contextos distintos que las anteriores. Esta dinámica generacional, aunque lenta en tiempos pretéritos, ha nutrido siempre en sentido transformador la habitualidad de las costumbres adquiridas.

Comprender esto, nos habilita a elastizar la mirada sobre la noción de lo cultural, nos abre el futuro recíprocamente, nos permite franquear compartimentos supuestamente estancos, nos facilita pensar en construcciones futuras comunes.  Pero esta noción dinámica nos lleva a visualizar otro aspecto fundamental del problema, que por su propia esencia, pasa normalmente desapercibido. Nos referimos al mestizaje, a la mezcla de caracteres raciales y culturales, sin el cual no es posible entender cabalmente las realidades sociales americanas.

La conquista del suelo americano fue protagonizada por varones jóvenes que se mestizaron con nativas americanas. Lo mismo sucedió a los esclavos y luego entre amos y esclavos afrodescendientes. Así se produjo el por entonces componente demográfico mayoritario de la población americana, esencialmente mestizo. Tiempo después, llegarían nuevas oleadas de inmigrantes que variarían – en algunos puntos significativamente – el panorama humano. Sin embargo, la mayor parte de la masa poblacional latinoamericana quedaría conformada por aquella mixtión inicial.

Pero no sólo la genética mixta, los rasgos externos o el color de la piel fueron el resultado de estos siglos de coexistencia y socialización racial. La amalgama cultural avanzó en el lenguaje, en las comidas, en las creencias y formas de relación por sobre los prejuicios y perjuicios de la violencia racial. Esta violencia asentada en la “limpieza de sangre”, en el cultivo de una formal monogamia endoracial, en las jerarquías discriminantes impuestas por el poder dominante, fue la que incitó no sólo la aculturación indígena, sino también la negación, el ocultamiento y la mímesis de la identidad mestiza. Así es que recién hoy y aún incipientemente, un número creciente de habitantes de estas tierras reconoce y valora su ascendencia mixta.

Aquí llegamos nuevamente a una comprensión importante, la que da cuenta de la estructura dinámica de la identidad. Para decirlo en términos más claros: de alguna manera todos tenemos algo de originarios, sea por genealogía o por transmisión de un paisaje cultural cargado de significados fusionados. Con esto aparece un nuevo “nosotros” que nos incluye y nos implica en la resolución de las dificultades que todos padecemos.

La confusión de Estado y Nación

Los estados nacionales, sucesores de la idea de una convergencia superadora de localismos y particularidades, no pudieron – bajo el signo de la dominación burguesa que finalmente se impuso al ideal revolucionario jacobino – sino agregar su cuota de violencia, al forzar una desidentificación cultural ilusoria, promoviendo una superficial agregación que no llegó a ser empatía, fraternidad ni nacionalidad. La justificación de tal proceder fue dictada por la adhesión a las ideologías estamentales y centralistas, ya sea en la variante corporativo-fascista como en la marxista-leninista.

Tan lejos fue el violentamiento que significó la estigmatización de lo diverso, la abominación del enriquecimiento mutuo por la diferencia, pretendiendo con ello cimentar identidades nacionales falsas. Lo inútil de dicha intención se manifestó al surgir desde lo íntimo la rebelión que clamaba por reconocimiento y derechos.   Y es que ha primado una elemental confusión entre las categorías conceptuales de Estado y Nación y en el concepto mismo de Nación.

En su libro “Humanizar la Tierra” Silo[1] nos aclara el punto:

“Lo que define a una nación es el reconocimiento mutuo que establecen entre sí las personas que se identifican con similares valores y que aspiran a un futuro común y ello no tiene que ver ni con la raza, ni con la lengua, ni con la historia entendida como una “larga duración que arranca en un pasado mítico”. Una nación puede formarse hoy, puede crecer hacia el futuro o fracasar mañana y puede también incorporar a otros conjuntos a su proyecto. En ese sentido, puede hablarse de la formación de una nación humana que no se ha consolidado como tal y que ha padecido innumerables persecuciones y fracasos… por sobre todo ha padecido el fracaso del paisaje futuro.”

Aquí vemos cómo el mismo concepto de Nación ha sido subvertido desde una mirada que condiciona el hecho futuro por lo acaecido anteriormente, por un rigor mecánico donde la intención humana, factor primario de agregación, utopía y construcción social, queda extirpada o como mínimo, minimizada. Este modo conceptual, donde el pasado prima y condiciona al futuro será analizado un poco más adelante.

Como decíamos antes, se ha atribuido al Estado, que tiene que ver con determinadas formas de gobierno reguladas jurídicamente, erróneamente la capacidad de formar nacionalidades. De esta manera, al igualar un ente de administración jurisdiccional a realidades culturales complejas y profundas, se ha perdido de vista su existencia y creído superar los problemas.

Afortunadamente los pueblos han traído nuevamente a las orillas de la agenda social aquello que se pretendió hundido para siempre en el mar de la confusión y la imposición. De esta manera, en los fuertes movimientos indígenas de las últimas décadas, que hicieron temblar América desde sus entrañas culturales, hemos visto el resurgir de mitos poderosos.

Tal ha sido la fuerza originaria, que ha sido la que ha constituido (y constituye aún) una de los primordiales factores en la resistencia y la transformación de aquella política oprobiosa y monolítica que fue conocida con el nombre de “neoliberalismo”.

Tal es el vigor de la transformación que lo ancestral reclama, que se ha impuesto como categoría indudable en la agenda de la realidad social de Latinoamérica. Es más, lejos de pedir compromisos mínimos al sistema, lo cuestiona profundamente en sus fundamentos, exhibiendo alternativas que hoy influyen claramente como nuevas modalidades sociales de creciente vigencia.

El autogobierno zapatista en la selva que une a Méjico con la profunda memoria mesoamericana o las imponentes modificaciones constitucionales que hacen de Ecuador y Bolivia entidades plurinacionales sustentadas crecientemente en paradigmas del Buen Vivir, constituyen la cúspide que muestra el fenómeno.

Pero también en lugares donde la primacía demográfica originaria o mestiza ha sido matizada por nuevos elementos culturales, los pueblos originarios se han constituido en fuerza presente y contestataria ante el continuado arrollamiento de los mismos poderes con los mismos intereses de siempre, sacar de la tierra y de los hombres hasta la última gota de lucro posible.

Lo futuro visto desde lo pasado

Luego de tan extenso discurso, será necesario finalmente llegar al ¿qué hacer?… o también quizás no tan pronto, ya que la urgencia (en ocasiones) y la mecánica ansiedad del pragmatismo (casi siempre), hace que lo conceptual aparezca como inutilidad etérea, cuando en realidad es vital e imprescindible como fundamento de renovación verdadera.

Quien se toma el trabajo de analizar algunas revoluciones, descubre en ellas un hecho aparentemente insólito. Los revolucionarios, aún los más fervientes, en su deseo de modificar de raíz situaciones oprimentes del presente, bucean en el pasado buscando modelos a emular hacia el futuro. A modo de ejemplo sumario, recordemos como la Revolución Francesa pretendió rescatar conceptos de la antigua República de Roma, por supuesto deformados por un enaltecimiento exagerado. Del mismo modo, el inspirado Renacentismo abrevaba en lejanas doctrinas egipcias, caldeas y hebreas (asumidas en realidad desde matrices greco-bizantinas) para producir formidables traducciones que transmutaron la mirada y el quehacer humano.

La dialéctica con el poder y los usos vigentes ha llevado en los ocasos de cada era a retrotraer la mirada al momento inmediatamente anterior a la instalación de los modos criticados. Si la mirada está condicionada por una concepción circular del tiempo, que afirma la repetición cíclica de los sucesos históricos, si además el actor no percibe en su interior el traslado y la adhesión al recuerdo y la sensibilidad de paisajes generacionales en los que se formó, no será difícil comprender como el pasado termina proyectándose como fuente de aparente renovación futura.

Por este motivo, muchas revoluciones contienen en sí elementos restauradores, que las limitan.

¿Cómo es posible entonces imaginar el porvenir sin que lo pasado se introduzca de contrabando como un ancla oculta impidiendo una navegación libre por océanos de transformación inéditos? ¿Cómo esbozar la dinámica futura de factores culturalmente diferentes, hacia un escenario que permita no solo la tolerancia sino la fructífera interacción convergente? ¿Cómo fusionar sin inhibir, como crear sin repetir, cómo liberar sin extinguir?

Lo diverso y lo universal

En el momento actual, en el que el resurgimiento de identidades sometidas es factor primario de oposición al intento de imposición de una cultura única, la autoafirmación de lo culturalmente propio se presenta como un escollo tan difícilmente salvable como lo es la violencia unitaria de un modelo preeminente, supuestamente más desarrollado.

El reconocimiento de la diversidad, el amor por lo múltiple, es sin duda la base que garantiza la libertad y el espacio para la expresión de lo diferente y sin embargo, no tiende aún los puentes necesarios para la construcción común, arriesgándose con ello una confrontación estéril entre fracciones diferenciadas.

He aquí que es necesario acudir a un universalismo fundante y futuro, no como resultante conceptual amañada dictada por los términos de cierta occidentalidad, particularmente blanca y anglosajona, sino como reducción a aspectos comunes y coincidentes de la especie, que permitan el avance hacia realidades mejoradas y realmente novedosas.

Esta concepción habrá de partir de la intencionalidad humana, de su esencial búsqueda de liberación, de aquella necesidad básica de superar la evidente carencia temporoespacial que nos impulsa a transformar el entorno y a nosotros mismos, del insoslayable aspecto histórico y social del Ser Humano que acumula conocimiento y proyecta imágenes gracias a sus extendidos horizontes de representación.

Desde esta concepción del Ser Humano, será posible comprender como el reconocimiento que hacemos como humanistas de las realidades culturales diversas no invalida la existencia de una común estructura humana en devenir histórico y en dirección convergente.

Lo pasado visto desde lo futuro: La Nación Humana Universal

Será necesario evaluar entonces cuál es el horizonte común hacia el cual se dirige la respuesta reconciliadora. Dicho horizonte tendrá expresión en la imagen de la Nación Humana Universal, como construcción en base a intenciones culturales compartidas y síntesis de procesos de complementación precedentes. De esta manera, el proceso humano podría alcanzar un nuevo esquema, en el cual anteriores – y aún pervivientes – formas como tribu, ciudad, reino, país y región, podrían afluir en continuidad histórica.

De modo sumarísimo englobaremos en algunos pocos trazos aquel escenario que estimamos pronto a efectivizarse. Garantizar igualdad de derechos y oportunidades para todos, ampliar la libertad y la reciprocidad en las acciones humanas, desconcentrar el poder devolviendo soberanía a la base social  y recomponiendo además un tejido destruido por otros, son tópicos que están en el núcleo de esa Nación Humana Universal que se propone. Asimismo, es de fundamental importancia reconocer la diversidad cultural como fuente de enriquecimiento, luchando contra todo tipo de discriminación. Se afirma la convicción de la no violencia como modelo de conducta recto a seguir. Al mismo tiempo se genera una íntima reflexión sobre el sentido de la vida en una novedosa espiritualidad humanizada, promoviendo la reconciliación con uno mismo y con otras personas o bandos como condición esencial de la verdadera actitud revolucionaria que reconoce la íntima conexión que une a las personas. Es obvio que nada podrá subsistir allí  que remede a las decadentes propuestas de la actual pequeña cultura materialista, que pone al dinero y a la posesión como valores primarios.

La lucha por la plena vigencia de los derechos humanos lleva necesariamente al cuestionamiento de los poderes actuales, orientando la acción hacia la sustitución de éstos por los poderes de una nueva sociedad humana. Esta sociedad humanizada tendrá como uno de sus principales indicadores el creciente poder de la base social, elementalmente de signo distinto a toda forma de concentración de poder, sea éste privado o estatal.

Por ello es que, aún cuando se utilice momentáneamente al Estado como herramienta equilibradora ante las apetencias de la rapiña transnacional, se necesitará profundizar el cambio hacia la descentralización efectiva del poder en todos los campos, hacia una democracia crecientemente participativa, directa y real, hacia un sistema económico que priorice la desconcentración del capital, hacia modelos de vida que admitan y celebren la multiplicidad, en definitiva, hacia un sentir que vea en la libertad individual y la solidaridad términos complementarios y no antagónicos.

Camino a ello, “la mejor garantía de supervivencia de una minoría discriminada es que forme parte de un frente con otros que encaminan la lucha por sus reivindicaciones en dirección revolucionaria. Después de todo, es el sistema globalmente considerado el que ha creado las condiciones de discriminación y éstas no desaparecerán hasta tanto ese orden social sea transformado.”[2]

De esta manera, para acometer la reparación histórica necesaria con una mirada puesta en el futuro parece recomendable apreciar la importancia de:

–          que todos los discriminados ganen espacio en las distintas esferas de la actividad social.

–          que cada cultura pueda profundizar en sí misma como construcción dinámica y resaltar los elementos humanistas que la proyectan hacia su mejoramiento y el entendimiento con otras.

–          implementar la mejora inmediata de las condiciones de vida en el sentido de igualdad de derechos y oportunidades para todos.

–          integrar las particularidades en una lucha conjunta junto a otros discriminados en pos de una sociedad verdaderamente humana, priorizando las potencialidades de desarrollo ilimitado del Ser humano.

Por último, me permito concluir esta nota extensa de manera algo más poética, citando la Declaración que miles de humanistas hiciéramos un 1º de Mayo de 1997 y que me resultan pertinentes, oportunas y, sobre todo, altamente inspiradoras:

“No diré que solamente los poderosos tienen la culpa de todos mis males.
Yo, y mi hermano, y mi pueblo venceremos nuestras propias debilidades para vencer la infamia de los poderosos. Me pondré en pie frente a la injusticia, la explotación, la discriminación y la violencia.  Ayudaré a levantar a mi hermano y a mi pueblo contra la injusticia, la explotación, la discriminación y la violencia. Uniré a mis seres queridos, a mis amigos y a mis compañeros. Afirmaré los valores de mi pueblo y despreciaré la decadencia espiritual de los poderosos.  Afirmaré la lucidez y despreciaré la droga, el alcohol y la propaganda de los decadentes.  Afirmaré la valentía, la compasión y la solidaridad y despreciaré la cobardía, la insensibilidad y la violencia  de los poderosos. Paz, Fuerza y Alegría para todos»



[1] Pensador y guía espiritual, fundador de la corriente conocida como Humanismo Universalista y del Movimiento Humanista.

[2] Silo, “Cartas a mis amigos”, Obras Completas, Vol. I, Ed. Plaza y Valdés