Por Gerardo Alcántara Salazar*

Los mega delincuentes, además de la recompensa específica que
esperan obtener por sus feroces actos, guían su conducta con criterios
de costo-beneficio en sus pretensiones de alcanzar reconocimiento, y
la prensa está ahí para colaborar con ellos, porque los necesita para
elevar el rating. Delincuencia y prensa roja se fortalecen solidariamente,
estableciendo una alianza implícita, y ambos elementos salen ganando.
Pierde la sociedad y se desestabiliza el Estado de Derecho.

¿Qué tienen en común los más grandes transgresores? Los une una
trastocada noción del bien y el mal, asociando lo bueno y lo malo con el
éxito o fracaso de sus metas personales. No existe en ellos sentimiento de
culpa, ni temor ni piedad. En vez de experimentar sentimientos de culpa,
no faltan quienes se creen iluminados, salvadores del mundo y miembros
del reino de lo sagrado.

A semejanza de los políticos maquiavélicos, les apremia alcanzar
el poder y la gloria, y las mejores señales de ser parte de los elegidos son
las primeras planas que les dedican los diarios de mayor circulación, las
noticias en la televisión con ribetes cinematográficos, y el convertirse en
tema de entrevistas a magistrados, sicólogos, sociólogos o criminólogos.
Toda una glorificación de la patología social, incluso cuando la prensa que
la sobredimensiona ofrece matices críticos.

A la prensa amarilla o roja le interesa lo extrañamente retorcido,
manipulando en sintonía con sus propósitos la idea de lo que es
noticia: “Que un hombre se coma un pez no es noticia, pero que un
pez se coma a un hombre sí lo es”. Y los siniestros delincuentes se
convierten tácitamente noticia. Por eso las empresas mediáticas destacan
camarógrafos, fotógrafos, audaces caza noticias, como si fueran a cubrir
la noticia de un extraordinario cantante de rock o de un hipotético genial
deportista. De tanto hacer visible lo aberrante, lo legitiman. Dedican tanto
espacio a elaborar imágines y símbolos algo que finalmente devienen en
la glorificación del morbo.

En comparación con este despliegue periodístico, una hipotética
congregación de cien científicos galardonados con el Premio Nobel, sería
apenas una irrelevante noticia.

Los medios no escatiman esfuerzo, recursos o talento para
convertir en noticia cada acto, gesto o detalle, de los más audaces
delincuentes, sin evitar maquillarlos, inflando egos al presentarlos, como
irresistibles y exitosos galanes. ¿Alguien habrá podido calcular cuántos
millones de imágenes en primera plana de los periódicos sensacionalistas
y en la televisión se difunden, sin parar, diariamente, presentando las
nalgas y el rostro de las amantes de los más espectaculares delincuentes,
cada vez que estos cometen alguna fechoría?

Un canal de la televisión peruana presenta a unos veinte policías
recibiendo homenaje por haber capturado a gringasho, el sicario más
joven y sanguinario del Perú, quien fugó encabezando a tres decenas
de infractores juveniles del reformatorio denominado Maranguita.
Gringasho, el feroz asesino en serie de diecisiete años de edad, aparece
feliz en medio de los agasajados, como si en realidad el agasajado fuera
él, terminando por adueñarse de los espacios estelares de televisión,
prensa escrita y radial. Después de todo, la noticia es el. Desde que se
tuvo noticia de él, cuando se lo recluyó y luego fugó, fue recapturado,
encarcelado y nuevamente recapturado, él desplazó de la escena noticiosa
a muchos acontecimientos importantes, pero menos proveedores de
rating, condenando al olvido a los policías que los capturaron y fueron
homenajeados, al igual que a los oficiales de alta jerarquía que dirigieron
la recaptura, así como también a infractores que con él fugaron, de
quienes nadie recuerda sus rostros, ni sus nombres, nada, para bien –
después de todo- si desean reinsertarse a la normalidad. Alabado por
poseer una presunta inteligencia superior, Gringasho, ahora es una
celebridad y las autoridades encargadas de su custodia deben cuidar de
su integridad física, guarecerlo en celda segura, separado de la masa de
adolescentes marginales, practicantes de asesinatos, de hurto agravados,
violadores sexuales y autores de una variada conducta disfuncional.

¿Alguien habrá podido calcular cuántos millones de imágenes en
primera plana de los periódicos sensacionalistas y en la televisión se han
difundido, sin parar, diariamente, presentando las nalgas y el rostro de la
Gringasha, la pareja sentimental de Gringasho?

Gringasho y Gringasha son ahora celebridades en el Perú merced a
la prensa roja.

La prensa normal destaca los excesos de un ex oficial vinculado a
la familia presidencial caracterizado por sus pataletas, dando lugar a que
lo trasladen a cárceles más seguras, pero influyente como es reaparece
en cárceles menos restrictivas. En ese casi incesante vaivén se las ingenia
para publicitarse con más de una pareja sentimental. Los medios lo
presentan en su celda, o fuera de ella según algunas versiones y también
fumando marihuana, droga prohibida en el Perú. En esos vaivenes de
una cárcel menos segura a otra con mayores restricciones, amenaza al
Ministro de Justicia con procesarlo y luego lo procesa judicialmente,
incluyendo al Jefe del Instituto Nacional Penitenciario, acusándolos de
secuestro. Finalmente ejecuta su amenaza, a la vez que lanza diatribas
contra el presidente de la república, acusándolo de “blandengue”,
comprometiendo el honor de la primera dama de la nación, estrategia que
le permite convertirse en noticia en la CNN. Si la prensa normal cuestiona
estos hechos, la prensa roja y amarilla se regodean con ellos y diseminan
la noticia.

La necesidad de reconocimiento, según lo plantea Francis
Fukuyama en su libro El fin de la historia y el último hombre, lo
experimenta todo ser humano, pero en los avezados delincuentes ese
rasgo está patológicamente sobredimensionado, y toman como señal
de éxito la atropellada multitud mediática, la cual da rienda al éxtasis
fantástico.

La producción mediata enardece la imaginación, exacerba el
sistema límbico, el morbo inflama la mente, anula la reflexión, recesando
la neo corteza, contexto en el cual se trastoca el imaginario, sublimando la
vileza y transformando a los villanos en héroes.

Sutilmente la percepción de la gente se metamorfosea, porque el
poder mediático estampa en sus mentes imágenes que van cambiando
ellas mismas en degradé, empezando por detestar y odiar al delincuente
hasta terminar protegiéndolo subjetivamente y mutando desde pedir
sanción para los criminales hasta sugerir la retórica sanción para el
conjunto de la sociedad, a la que consideran como la causa de todo y
victimizan a los malhechores avezados, como si fueran solamente seres
aplastados y moldeados por la maldita sociedad, a la vez que todos somos
presentados como culpables.

Después de todo, la tendencia a victimizar a los delincuentes lo
encontramos en tratadistas tan importantes como Michel Foucault y Loic
Wacquant, el primero nacido en el primer cuarto de siglo XX (ya fallecido)
y el segundo en 1960, en plena actividad científica. Ambos ven en los
delincuentes a víctimas de la sociedad, con la enorme autoridad que
tienen. Pero más preocupante que el porcentaje de sujetos convertidos en
criminales son sus víctimas que a veces suman centenares de miles. ¿Qué
culpa tienen estas víctimas? ¿Por qué tendríamos que ser más compasivos
con los feroces delincuentes y no con sus víctimas?

Es totalmente condenable la tortura y la guillotina que usaron reyes
y príncipes sin ningún motivo justificado (aunque tampoco debe haber
justificación alguna para esas prácticas crueles y brutales); pero ahora
los valores se están invirtiendo al exagerar en la victimización de los
terroristas y avezados delincuentes comunes.

A estos personajes se los convierte en mitos, las ONGs los
presentan como inocentes y desvalidos seres humanos y se ofrecen
como sus fervientes defensoras, atemorizando a las fuerzas del orden,
arrinconándolas, ocasionando que sus integrantes prefieren arriesgar
sus vidas en lugar de afrontar con energías a los audaces delincuentes,
acusándolos de aplicar vicios procesales, mientras los delincuentes hacen
uso –sin límite alguno- de todas armas que tienen a su alcance. El mismo
miedo experimentaron los magistrados peruanos en la década de 1990,
al momento de juzgar a los terroristas de sendero luminoso y del MRTA,
motivo por el cual se crearon los jueces sin rostro. Los delincuentes ríen,
se burlan de las autoridades, amenazan, denuncian, reciben la atención
esmeradísima de los representantes de la ONGs y la Corte Interamericana
hasta puede premiarlos con alguna millonaria indemnización. Y no faltan
abogados dedicados a validar sus actos, a nombre del debido proceso y de
la democracia.

A las ONGs, presuntamente defensoras de los derechos
fundamentales del ser humano nunca se lo ha visto reclamar a favor de
víctimas asesinadas, violadas, torturadas, robadas y masacradas por la
delincuencia común y el terrorismo. El gran delincuente es un verdadero
peligro contra el Estado de Derecho, con respaldo de un sector de quienes
más dicen valorar la democracia. Al defender unilateralmente a los
homicidas, prácticamente los validan y se solidarizan con sus crímenes.
De ese modo, el estado derecho tambalea.

 

*Doctor de la Universidad de Buenos Aires, Área Ciencias Sociales