Por Francisco Ruiz-Tagle

Es curioso que el vocablo que sirve de título a este artículo no exista. Están acuñados otros como
internauta, cibernauta, astronauta, argonauta, pero esa palabra que podría aludir a un viaje
hacia el interior de nosotros mismos no está incluida en el vocabulario. Si consideramos que el
lenguaje se refiere fundamentalmente a aquellos ámbitos visitados por el conocimiento, resulta
perturbador constatar que el mundo interno no forma parte de tales exploraciones.

La dimensión desconocida

Sin embargo, esto no siempre ha sido así. El aforismo “conócete a ti mismo”, que según el
historiador griego Pausanias se hallaba inscripto en alguna parte del templo de Apolo en Delfos y
que hicieron suyo varios de los filósofos posteriores, da cuenta de un profundo interés del mundo
griego antiguo por desentrañar los fascinantes misterios de la interioridad humana. Pero no cabe
duda de que fueron las culturas asiáticas las primeras en desarrollar, desde hace ya miles de años,
un conocimiento interno sistemático, plasmado luego en las distintas expresiones del yoga y en las
variadas formas de meditación que derivaron de aquellas indagaciones originales.

Por causas que ameritan un estudio más acabado, lo que ha llegado hasta nuestros días de ese
enorme caudal de información y experiencia no son más que retazos deshilachados, significados
ocultos en el corazón de oscuros mitos, indescifrables para la mentalidad contemporánea. Sin
embargo, desde el siglo XIX en adelante se ha abierto paso en el mundo occidental una genuina
disposición a comprender esos paisajes exóticos y los historiadores de las religiones, aplicando
metodologías propias de su disciplina, han logrado interpretar en parte el complejo entramado
filosófico y operativo en el que se sustentaban aquellas prácticas milenarias.

¿Y qué sucedió en Occidente durante el transcurso de aquel largo período? Como sabemos, el
descubrimiento del pensamiento racional como herramienta de conocimiento en la Grecia del
siglo VI aC y la enorme influencia que ejerció esa opción en esta parte del mundo, implicó un
alejamiento progresivo del universo mítico. Aunque la distancia fue más bien pequeña en aquellos
lejanos comienzos, el ángulo se fue abriendo con el correr de los siglos hasta que la Ilustración
terminó de consolidar esa tendencia, estableciendo a la “diosa Razón” como único principio rector
y situando a todas las formas de religiosidad en el ámbito de la superstición y el oscurantismo.
Si bien ese camino hizo posible el desarrollo de la ciencia y la tecnología, disciplinas que han
entregado enormes beneficios materiales para la humanidad, es preciso reconocer también que
nos ha terminado arrojando a un mundo desacralizado que ignora la dimensión interior del ser
humano.

Muchos pensadores advirtieron esta carencia. Nietzsche anunció el terrible vacío existencial
que implicaría la muerte de Dios y las nefastas consecuencias derivadas de la negación del
aspecto irracional e instintivo del ser humano (lo dionisíaco). Hasta el mismo Comte, creador
del Positivismo, terminó hablando de la necesidad de una nueva religión, y se tomó el trabajo
de redactar un Catecismo Positivista (1852). Pero el surgimiento del psicoanálisis en un mundo
agobiado por la locura (puesto que, siguiendo a Goya, “el sueño de la razón produce monstruos”),

impulsó nuevas inmersiones en el –a esas alturas- desconocido océano de la subjetividad y
volvieron a resonar por todas partes los viejos mitos, aunque con significados distintos de los
originales.

Los avances de Freud y muy especialmente de Jung revolucionaron su época y aún continúan
influyendo fuertemente hasta nuestros días. Pero sus aproximaciones estaban todavía
impregnadas de positivismo y por ello el filósofo Edmund Husserl calificó a esa corriente como
una psicología ingenua, ya que su metodología basada en la interpretación de los hechos síquicos
aislados le impedía dar cuenta del fenómeno síquico en cuanto totalidad. Fueron sus propias
investigaciones las que describieron a la conciencia como flujo incesante conformando una
estructura indivisible con el mundo, al punto de que no puede concebirse una conciencia sin
mundo al cual referirse ni tampoco un mundo sin conciencia. El símbolo del infinito (un número
ocho acostado) puede servir como síntesis gráfica para ilustrar esta noción.

Lo que exige la época

Finalmente, casi toda la psicología occidental ha derivado hacia fórmulas terapéuticas que
propician la adaptación al medio, con resultados más que discretos –hay que decirlo- y
abandonando, tal vez para siempre, el espíritu radicalmente transgresor de las disciplinas llamadas
místicas, cuyo propósito era la transformación interna y la liberación definitiva de las condiciones
oprimentes que impone el mundo. Si no fuese por el descubrimiento de los psicofármacos, cuyo
objetivo, más que curar, ha sido bloquear la irrupción de las alteraciones mentales anestesiando
los síntomas, la plaga síquica se habría expandido sin freno. Hoy se producen explosiones aisladas
protagonizadas por sujetos que no alcanzaron a ser controlados por el sistema, mientras que los
laboratorios ya extienden su acción desenfrenada hacia los niños, en una suerte de herodismo del
siglo XXI.

Al mismo tiempo, los fragmentos de aquella sabiduría ancestral inundan Occidente bajo la forma
de chamanes, gurúes, adivinos y prácticas diversas, en el contexto de lo que se ha llamado la
“sensibilidad New Age”, característica de una etapa pre-religiosa, hecho que denota la persistencia
de una profunda necesidad latente impulsando esas búsquedas desordenadas, algunas de ellas
incluso hasta peligrosas.

“El hombre es una pasión inútil” proclamaban los existencialistas y no les faltaba razón. Tanto
afanarse para que todo termine igual: desaguando en la muerte. El hecho de morir nos arroja en
el sinsentido, y la rebelión contra esta determinación brutal es el gesto libertario más sublime y
conmovedor que conocemos. Por tanto, un nuevo humanismo que aspire a enfrentar los desafíos
del presente y del futuro también debiera ser capaz de proponer un camino para satisfacer esta
necesidad interna. Pero retomar esas exploraciones y volver a ejercitar el “mirar interior” no
es una tarea fácil puesto que la antigua sabiduría se ha perdido para nosotros y la subjetividad
aparece como un ámbito caótico, complejo y hasta amenazante. Tampoco ayuda demasiado
nuestra experiencia con las religiones tradicionales que conocemos, la que habla de una historia
dolorosa colmada de fanatismo, violencia, negación de la vida y la libertad, al punto de que nadie
podría lamentar su desaparición. Al contrario: el rechazo de esas doctrinas malsanas constituye un acto de genuina supervivencia.

De manera que el intranauta de hoy debe enfrentarse necesariamente a una doble tarea, que
se ajusta a la figura “husserliana” de conciencia-mundo. Si la deshumanizada forma de vida
contemporánea requiere con urgencia de un nuevo humanismo, la irrupción del absurdo de la
existencia en el trasfondo sicosocial exige abrirse hacia una nueva espiritualidad. La lucha por una
mayor justicia social permite avanzar hacia la superación del dolor humano, pero es la búsqueda
de un sentido de vida lo que hará retroceder el sufrimiento interno.

El racionalismo ha hecho enormes aportes en distintos campos pero sus postulados y métodos
ya se muestran insuficientes para recoger la compleja dimensión humana en toda su amplitud.
El problema crucial estará en la generación de nuevos medios aptos para moverse en esta “terra
incógnita”, evitando de ese modo el peligro de una caída en la irracionalidad. Pero lo cierto es que
este nuevo humanismo y esta nueva espiritualidad constituyen los dos aspectos esenciales de una
misma realidad y debieran progresar simultáneamente, si es que ha de asumirse al ser humano de
forma integral.