Día a día era posible vivir desde adentro un intenso ejercicio de discusión
con lo establecido: se cuestionaba la guerra, el consumismo, la moral y los valores, se interpelaba
al poder. En suma, se rechazaba el modo de vida imperante. Y -oh sorpresa- también se discutía
la educación. De hecho, en nuestro país el choque generacional se asentó principalmente en las
universidades y la demanda principal del movimiento era la autonomía de esos centros de estudio.

La efervescencia juvenil no debe haber durado más de una década. Después comenzó a decaer y
terminó desapareciendo, como un río que se pierde en el desierto sin dejar rastros, absorbido por las
arenas ardientes. De ahí en adelante, la dialéctica generacional cesó casi por completo. Dilucidar
qué ocurrió y cuáles fueron los motivos de tan abrupto repliegue será tarea de historiadores y
sociólogos. En algunos lugares -Chile entre ellos- las movilizaciones obtuvieron ciertos logros, los
que a muy poco andar fueron barridos por las fuerzas del sistema.

Así, las cosas parecieron volver a
la *“normalidad”* durante medio siglo y todos sabemos muy bien lo que ha sucedido en el transcurso
de este largo período, en el que no se ha cuestionado prácticamente nada: el sistema y sus usos se
consolidaron, la globalización terminó de consumarse, hasta llegar a la caótica situación social en la
que hoy nos encontramos.

Sin embargo, en los albores del siglo XXI, la fuerza joven ha comenzado a despertar sacudiéndose
del prolongado letargo en el que se hallaba sumida. Curiosamente, los nuevos vientos soplaron
desde el lugar menos esperado: el Medio Oriente, un punto del planeta que aparecía perfectamente
controlado por los poderes del sistema, dado su enorme interés estratégico y económico.Y su
empuje transformador es evidente puesto que las demandas que se levantan ya no tienen un mero
carácter reivindicatorio o sectorial: se trata de planteos globales. Lo que se quiere es un nuevo
mundo. Es necesario entender de una vez que cuando se pone en marcha una generación, lo que
la moviliza es un cuestionamiento profundo al poder establecido y eso es evidente en este caso: el
objeto de su crítica es el poder político, por su traición a los pueblos que debiera representar, pero
muy especialmente, el poder de la banca internacional, ya reconocida nítidamente como responsable
directa de la mayoría de los males que hoy nos aquejan.

Los jóvenes de nuestro país también han querido ser parte de esta marea de cambios y de ello
dan sobrada cuenta las enormes movilizaciones de las últimas semanas. Una vez más, tanto el
gobierno como la oposición han sido sorprendidos. Las primeras demandas tuvieron su origen en
un problema sectorial, la educación, pero ya se han ampliado hacia otros temas y lo que ahora se
exige es un cambio mucho más radical porque se entiende claramente que cualquier modificación
al interior de este sistema no es más que un parche provisorio.

El poder ha acusado al movimiento
juvenil de *“ideologizarse”* ¡como si ellos no tuvieran ninguna ideología! y ha recurrido a todo tipo
de maniobras indecentes para zafar de la presión pero nada le dió resultado. Los jóvenes siguen
movilizados, como en otras partes del mundo, dispuestos a presionar a los gobiernos hasta forzarlos
a poner en marcha los cambios requeridos.

Este enfrentamiento nos lleva a reflexionar sobre las evidentes limitaciones de la democracia
de utilería que nos rige. Se supone que los gobernantes deben hacer exactamente aquello que el
pueblo que los eligió ha mandatado. Pero una vez en el poder, terminan haciendo lo que a ellos les
conviene, mientras manipulan la realidad groseramente para mantener su posición privilegiada.

Entonces sucede que cuando los grandes conjuntos se cansan de esperar y rompen el inmovilismo
para exigir transformaciones inmediatas, los gobernantes se hacen las víctimas y tratan de apelar a
las *“buenas maneras”*, en circunstancia de que son ellos los que no han respetado los acuerdos. Y
si esta táctica *“blanda”* no funcionara, siempre terminan cayendo en el viejo hábito de la represión,
que puede ser más o menos cruel, pero es represión al fin.

En el marco de la actual formalidad democrática, estos conflictos son prácticamente insolubles,
básicamente porque los gobiernos, por más que traten de disimularlo, responden a intereses que
la inmensa mayoría de las veces no coinciden con aquellos que mueven a los pueblos; y a su vez,
éstos carecen de medios para manifestar claramente su voluntad. Gobernantes sordos frente a
pueblos mudos, eso es lo que hoy llamamos democracia y las movilizaciones populares no son más
que los intentos desesperados de esos conjuntos por hacerse escuchar. Es un traje que se rompe
por las costuras porque los pueblos han crecido y ya no son una masa de analfabetos políticos que
requieren ser *“iluminados”* por sus líderes. Han procesado, aunque les cueste entender esta noción
de dinámica social a los viejos conductores, que siguen insistiendo en convencernos de patrañas tan
intragables como aquella del fin de la Historia. El levantamiento juvenil ha demostrado de forma
fehaciente que cuando el motor se enciende, el proceso histórico recupera su marcha de inmediato.

Si se quiere llevar esta confrontación por un camino conducente, debiera modificarse sin dilación
el sistema representativo para avanzar decididamente hacia una democracia directa efectiva. Pero
si ese paso se diera, los políticos perderían casi todos los privilegios que les otorga su posición
y definitivamente la grandeza no parece formar parte de sus virtudes. Por ello, la lección más
importante que puede extraerse frente al curso esperanzador que han tomado los acontecimientos
es que todas las formas de concentración de poder, económicas o políticas, son igualmente nefastas
porque terminan volviéndose en contra de los mismos pueblos. De modo que deberán evitarse por
completo en el futuro, cualesquiera sean las soluciones que se diseñen para resolver los enormes
problemas que nos afectan.